Los últimos años de la República romana se caracterizaron por la inestabilidad, las luchas intestinas por el poder y el desgaste progresivo de las instituciones que durante muchos años habían regido el sistema de gobierno. Sin embargo, no hay que olvidar que dichas instituciones no se mantuvieron inamovibles, puesto que el pueblo romano evolucionó desde una monarquía hasta la república incipiente, cuya madurez llegó mucho tiempo después.
Aunque en sus orígenes Roma era un pueblo dedicado sobre todo a la agricultura y ganadería, y pese a que ese ideal se mantuvo también en época imperial, la influencia de otros pueblos—especialmente del etrusco—, la apertura de Roma al comercio exterior y sus numerosas campañas bélicas favorecieron la conquista de nuevos territorios. De este modo, las clases más pudientes se hicieron más ricas gracias a las nuevas tierras que pasaban a engrosar como parte de su patrimonio—o más bien, recibían el derecho a explotarlas, porque teóricamente seguían perteneciendo al Estado—.