Cae al río. Arrastrada por la suave corriente, la semilla besa la tierra y se introduce en su interior. Al amparo de la oscuridad insondable, los procesos biológicos siguen su curso. El ápice resquebraja la cáscara, acaricia el barro; las raíces se desarrollan, extienden sus finos tentáculos; la planta se revuelve, mira a la luz. Cuando al fin consigue salir, crecen las primeras hojas y sus bracitos se ramifican en varias direcciones. Amada por el sol durante el día, bendecida por la luna durante la noche, la recién nacida envejece hambrienta, ávida de alimento…

Los dos adolescentes estallaron en carcajadas. Reían sin parar, bebe que te bebe. Uno de ellos, Julián, tenía una botella de ron en sus manos; el otro, Jorge, daba sorbos largos al Vodka mezclado con limón que había introducido en su petaca. El alcohol se abrió camino entre las venas y contaminó la sangre con rapidez. Las voces se elevaron mientras coreaban una canción etílica.

Madrid Río era un lugar transitado por las mañanas y por las tardes. Cientos de ciclistas y de viandantes recorrían el camino diariamente en ambas direcciones. Al caer la noche, la cosa era bien distinta. Las personas volvían a sus casas o preferían lugares más transitados. Bajo el techo de estrellas todo parecía dormir en sosiego. Pero ya se sabe, es en los períodos de calma cuando la tormenta se prepara para la acción.

La tenue iluminación apenas dejaba adivinar lo que había un paso más allá. Los chicos, sin embargo, sujetaban los móviles con la linterna activada, aunque en su estado, poco o nada importaba. Hacían eses y sorteaban los árboles como podían. La arenisca rozaba los dedos de sus pies, desnudos sobre la suela de las sandalias.

Julián se detuvo un momento y orinó sin parar de reír. Su compañero bebió unos tragos y meó despreocupado, allí donde estaba. Luego, siguieron la ruta por inercia, aunque no tardaron en pararse de nuevo. La sombra de un coloso tiñó de azabache el ya de por sí oscuro ambiente. Ante sus ojos, junto a la otra orilla del Manzanares, el esqueleto del antiguo estadio Vicente Calderón observaba impávido. La zona frontal todavía no había sido demolida, pero el resto de la construcción parecía una de esas antiguas ruinas romanas que a duras penas se sostenían en pie.

Aletargados por la estampa, los amigos aprovecharon para descansar. Jorge, con el pelo alborotado y su rostro puntiagudo, a juego con la delgadez de su cuerpo, percibía el calor de Julián a su lado. Este era más corpulento, tenía el cabello rubio muy corto y unas facciones algo rudas.

El joven sintió la mano de su amigo en los muslos e hizo ademán de apartarla, pero en su lugar, acarició los dedos casi sin darse cuenta. Como en esos juegos de la güija, en los que uno no sabe quién a hecho qué, las dos manos se dirigieron a la entrepierna de Jorge. Las cabezas se acercaron lentamente, con el aliento sostenido en un lapso de incertidumbre. Las bocas se juntaron para fundirse en un beso prolongado y húmedo.

«No, no, no, ese no soy yo», pensó Jorge mientras su lengua serpenteaba en la boca de Julián. Lo apartó de un empujón, olvidando el móvil y la cartera, y huyó sin rumbo, aterrado. Julián se encogió de hombros y concedió un tiempo a su amigo. «Volverá», se dijo a sí mismo. Y esperó.

El chico, turbado por lo que acababa de suceder, avanzó durante veinte minutos, todavía sin comprender lo que había ocurrido. Las dudas carcomían su mente, la devoraban como si miles de gusanos reptaran por su cerebro. Necesitaba despejarse, observar las cosas desde una postura más reflexiva.

No supo por qué, tal vez debido al alcohol que todavía acampaba libre en sus venas, pero de pronto sintió la necesidad de ver el río de cerca. Las aguas no eran muy profundas, pues la tierra se la había tragado sin compasión.

Descendió con torpeza, buscando los puntos de enganche para no caer al vacío. Cuando los pies pisaron el barro, suspiró aliviado. Aún en las partes de tierra seca, la humedad se adhería a la piel como una garrapata. Paseó en la negrura, con las sandalias empapadas y el frío ascendente en el cuerpo. A medida que avanzaba, el río se fue ensanchando.

Sobre su manto de cristal verdoso, las plantas reinaban, a sabiendas de su condición soberana. Las ásperas enredaderas tapaban la vegetación más tierna, que ahogadas por su amor aprisionador, luchaban por escapar de su influjo. Lejos de lograrlo, siempre vivirían en la noche eterna.

Jorge se sorprendió. De repente, los niveles de agua habían crecido sin control. Se halló flotando en el río, rodeado de ramas y de hojas. El miedo lo embargó y trató de volver atrás, pero cuanto más lo intentaba más empeoraba la situación. Gritó «¡socorro!» con todas sus fuerzas. La garganta se le hizo trizas, la voz se quebró y el aliento se heló en su siguiente expiración. «Ven a mí», escuchó en su mente. «Ven a mí», repitió sibilante.

Intentó moverse. No pudo. Algo le rozó la piel, que estalló ensangrentada un segundo después. Las zarzas lo abrazaron y picaron su cuerpo con lujuria. «Eres mío, mio, mío. Por siempre, hasta el final de los tiempos». La planta se enroscó en los brazos y en la piernas. Jorge luchó en vano para desembarazarse del achuchón mortal. Cada segundo que pasaba, la parálisis era más y más agobiante. La enredadera tomó su pecho, el cuello, la cabeza. El chico miraba ahora a la oscuridad de las aguas, boca abajo. Solo sus ojos, que se salían de las órbitas y giraban de un lado a otro lado, se mantenían libres del influjo de la vegetación.

Se quedó sin aire, boqueó en busca de un oxígeno que no encontraría jamás. Las zarzas apretaron, follaron con el vigor de mil amantes, se introdujeron por la boca, el ano y las entrañas. No dejaron un hueco sin semilla, una víscera sin marca: se fundieron con la piel y con los huesos. La presión no cesó ni después de que el último hálito de vida escapara del corazón, del cuerpo, del alma.

Julián esperó. Esperó en vano.