Cae el sol, suben la luna y las estrellas. En el cielo no se dibujan los contornos esféricos de los astros, pues las nubes vaporosas de la inmundicia cubren la atmósfera con su fétida opacidad. La capa de oscuridad se alimenta del oxígeno, ávida, con la gula y las ansias de degustar la savia de la vida y de execrar su toxina mortal.

Y mientras tanto, noche de luces en Madrid, unas luces artificiales que iluminan las calles y se mezclan con el humo de los tubos de escape. Los coches avanzan por el centro y se desesperan en el enésimo atasco; otros, tratan de aparcar con los motores a pleno rendimiento. Y sin saberlo o sin quererlo saber, contribuyen a la expansión de lo inevitable: un futuro sin luces, la noche eterna.