Autor: Borja Ruete Página 1 de 4

Noche de luces en Madrid

Cae el sol, suben la luna y las estrellas. En el cielo no se dibujan los contornos esféricos de los astros, pues las nubes vaporosas de la inmundicia cubren la atmósfera con su fétida opacidad. La capa de oscuridad se alimenta del oxígeno, ávida, con la gula y las ansias de degustar la savia de la vida y de execrar su toxina mortal.

Y mientras tanto, noche de luces en Madrid, unas luces artificiales que iluminan las calles y se mezclan con el humo de los tubos de escape. Los coches avanzan por el centro y se desesperan en el enésimo atasco; otros, tratan de aparcar con los motores a pleno rendimiento. Y sin saberlo o sin quererlo saber, contribuyen a la expansión de lo inevitable: un futuro sin luces, la noche eterna.

Cementerio de elefantes

La edad, los achaques; cuerpo marchito, anochecer de la vida. Pasito a pasito, el anciano camina hacia su destino, el ocaso del sendero. Los años a sus espaldas pesan como losas de duro marfil. La trompa pinocho, rugosa cual corteza de árbol, se arrastra por el suelo, con la testa ligeramente cabizbaja pero orgullosa. Ya no es uno de los líderes de la manada, pero los elefantes, respetuosos con sus veteranos, le permiten gobernar el cementerio, que como el Viejo Continente, se cimenta sobre huesos apilados y cenizas de gloria. Allí descansan los restos de los que nadie quiere: los Pepiños, Estepons o Dolors, ejemplares que lo fueron todo en el pasado y que luego se encaminaron hacia su retiro dorado. Lo mismo hará Jorgito, que resurge como las ratas de las cloacas del interior profundo, y se prepara para su último periplo. Lo que le quede, le quedará mandando, aunque sea en un cementerio de elefantes.

Sin exequias en Nanga Parbat

Siempre me creí invencible. Después de todo, a los voluntariosos la muerte nos rehuye. Se aleja de nosotros, los fuertes, para fijar su atención en ellos, los débiles. He subido ochomiles y participado en las expediciones más peligrosas, pero he salido indemne de todas ellas. Con todo, reconozco que alguna cicatriz se dibuja en mi cuerpo, que como un lienzo en el museo, cincela los trazos de un pasado de gloria.

Los que no tememos a la muerte tendemos a la arrogancia, a mirar al resto llenos de desprecio y a vanagloriarnos con el pecho henchido de gozo. Pero el miedo, lo entiendo ahora, es un mecanismo de defensa valioso. Sabía que Nanga Parbat se había alimentado de las vidas de 85 montañeros, 86 si contamos a mi compañera. Pero me la sudó, nunca pensé que yo fuera a ser un número más, el 87, ni más ni menos. Y coño, ni siquiera es una cifra bonita, habría preferido algo más redondo, tal vez un 90 o un 100. Porque ¿quién cojones se acuerda del ochenta y tantos?

Si morir es una puta mierda, hacerlo solo y medio sepultado en la nieve, joder, ¡qué lento y doloroso! El alud se llevó a Roberta en milésimas de segundo, visto y no visto. Yo me encontraba más abajo cuando la ola cayó sobre nosotros. El hórrido demonio blanco se batió sobre nuestras cabezas y descendió con la fuerza del mil Hércules divinos. De pronto, me quedé sin respiración, casi inconsciente. Boqueé, tragué nieve y sentí que la vida escapaba de mi maltrecho cuerpo. Bien habría hecho en morir allí mismo. En lugar de eso, luché por salir: el aire volvió a entrar en los pulmones.

Escribo mis últimas palabras congelado, ya casi no puedo coger el bolígrafo. Las piernas no responden, se han partido como finas ramas en un día de viento. La sangre, helada, fluye por mi rostro y el torso, adherido a una ropa que ni calienta ni contribuye a mejorar el bienestar en este tránsito. Ahora sí, el terror me embarga, ¡oh, lágrimas! Dejo de ver, dejo de sentir, me arrepiento, me arrep…nto. ¡No qui..ro…mor…!

A día de hoy, el cuerpo de John Svensson no ha podido ser rescatado, se halla bajo el hielo. La carta, en cambio, apareció de manera inexplicable.

Pasajeros al tren

La gente se apretuja a las mañanas, corre escaleras abajo y se enfada en silencio o a viva voz. Con los móviles en las manos y las miradas fijas en la pantalla, las personas anónimas vagan como autómatas. Los que van acompañados intercambian alguna que otra palabra, que se pierde entre las voces cruzadas.

En esa estación, en cualquier estación, yo soy uno más, otro viajero que sube al tren y que se dirige a un destino incierto. Entro en el vagón después de que unos desconocidos salgan. Las almas impacientes se internan en el interior nada más abrirse las puertas. Me agarro como puedo, agobiado por el calor de decenas de cuerpos constreñidos. El traqueteo retumbante se mezcla con las palabras, que chocan como dos trenes de alta velocidad. Unos pasajeros dormitan; otros escuchan música en silencio; algunos, incluso, lo hacen para todos los pasajeros, porque total, ¿a quién le importa que no usen cascos?

Hay una pareja de ancianos que no encuentra sitio para sentarse, pero después de unas cuantas paradas, alguien cede su lugar. Se posiciona junto a las puertas, justo cuando entran los músicos, que tocan su canción en una atmósfera de total indiferencia. La misma que se produce cuando alguien pide limosna, pues la generosidad tiene un límite y la desconfianza ha plantado su semilla.

«Próxima estación, Príncipe Pío», anuncia una voz pregrabada. Pulso el botón y salto al océano, me convierto en otro pez de los infinitos mares, en uno más, sin nombre ni personalidad.

La colmena y el avispero

Allá va la obrerita, alas batientes, trabajadora incansable, poliniza que poliniza. Se acerca a las flores y absorbe su dulce néctar, fruto de vida y alimento de dioses. Poquito a poco transporta la valiosa mercancía, llega a casa exhausta y se reúne con sus compañeras obreras. Los zánganos copulan; la abeja reina, pare que te pare. Mientras tanto, la obrerita construye panales, que como neuronas en sinapsis, conforman la colmena, un lugar en el que todos tienen su rol bien aprendido. La miel pegajosa unifica las conexiones neuronales, el pensamiento, lo que mueve el corazón y las acciones. A veces, todas las colmenas se ponen de acuerdo, sus consciencias fluyen en una misma dirección y siguen los dictados impuestos sin cuestionar las órdenes: lo llaman «mente colmena».

Bajo su dictadura, las palabras hieren como aguijones afilados. Su pérfido veneno es dorado como la miel, no distingue ni de colores ni de claroscuros, pero penetra hasta el fondo de las entrañas. «La verdad es nuestra, la discrepancia no existe». Vuela que te vuela, las hermosas abejas se topan con el enemigo, que osa cuestionar las leyes universales, «¡quién se atreviera!». Confusas y enfadadas, se menean alborozadas, planean iracundas, indignadas por el desagravio. Entonces, atisban el avispero en la rama del árbol. Sin pensarlo dos veces, lo azuzan con violencia desmedida, conducidas por la emoción, que no por el seso. Las avispas asiáticas zumban en el interior, preparan sus armas letales y salen como un ejército en desbandada. En pocos segundos, la víctima sucumbe al enjambre, que cae sobre él con la silbido de miles de alas. La colmena se vanagloria desde la lejanía, ya que ignora que las avispas, una vez azuzado el avispero, desdeñan a aliados y enemigos por igual. Cuando acaban con uno, se dan la vuelta y traicionan al otro. ¡Ay las abejitas, muere que te muere!

11 M

Resulta paradójico que un día de desgracia colectiva comenzara como una jornada jovial de diversión frívola. Recuerdo aquél 11 de marzo como si fuera hoy. En mi cabeza se proyectan imágenes vívidas de lo acaecido, también de las horas posteriores: manifestaciones, incertidumbre y mentiras del Gobierno, que a pocos días de las elecciones generales, decidió tapar la verdad para evitar lo inevitable.

Hace quince años cogí un autobús junto a mis compañeros de clase. Como todos, ignoraba lo que pocas horas más tarde iba a ocurrir. Llegamos a la parada de madrugada, pues el colegio había organizado una escapada a Formigal. Alquilamos el equipo de esquí en Jaca y poco después empezamos a deslizarnos por pendientes nevadas, entre risas y cachondeo. Nos carcajeamos al ver caer a compañeros, que encajaban como podían aquellas pequeñas humillaciones. Yo mismo mordí la nieve: perdí el control y me precipité a toda velocidad, cuesta abajo. Los esquís salieron volando y quedé tendido en ese blanco traicionero. Rápido, avergonzado, traté de maquillar la situación, pero las voces de mis compañeros se acercaron y fueron testigos de la esperpéntica fotografía.

“Han explotado unas bombas en el metro de Madrid, dicen que ha sido ETA”, comentó una compañera alterada. Así nos enteramos de que algo terrible había sucedido en la capital. De pronto, las voces enmudecieron, se apagaron como velas en una ventisca. Las chanzas y el jolgorio habían llegado a su fin. “Ha sido ETA, ha sido ETA”, repetían desde Moncloa. Las imágenes de televisión nos devolvieron una estampa de terror. Amasijos de metal se entreveraban en nudos imposibles. Espasmos y gritos, confusión, solidaridad y muerte. 190 personas perdieron la vida en los atentados y más de 1000 resultaron heridas, física y psicológicamente. Las lesiones no se han cerrado y probablemente nunca lo hagan del todo. A esto contribuyó el ejecutivo de Aznar, que pensó en el poder antes que en los ciudadanos. “Con este gobierno vamos de culo”, gritaban los manifestantes, entre los que me encontraba.

El 11 de marzo de 2004 todos perdimos, de una u otra manera. Pero de la desgracia surgió una unidad que pocas veces se ha visto en un país tan invertebrado como España. La ciudadanía salió a la calle, unida por un mismo sentimiento, el del dolor. Quince años después, las cicatrices permanecen cinceladas en la piel. No debemos taparlas, busquemos en ellas el pasado y aprendamos de los errores. Hoy más que nunca, el recuerdo del 11 M debe estar presente.

Libertad, la que yo dicto

Suena el despertador, comienza la rutina: hago una visita al baño, desayuno, me doy un duchazo y visto mi mejor americana. Una vez preparado, cuando las agujas del reloj marcan las nueve en punto, dejo de leer las noticias y cojo el maletín de trabajo. Sin perder un segundo, pulso el botón del ascensor, impaciente. Lo oigo subir piso a piso, con parsimonia. Ting tong, las puertas se abren de par en par. Entonces bajo al garaje, donde me espera el coche oficial. Esta mañana no intercambio demasiadas palabras con José, el chófer que me asignaron al empezar la legislatura. Alguna frase cordial y un par de comentarios sobre los nubarrones, los que se perfilan en el cielo contaminado de Madrid y los que se ciernen sobre el Congreso de los Diputados. Se avecina una sesión crispada y de acusaciones cruzadas entre los distintos partidos políticos. Nada nuevo, el panem et circenses de la política, la lucha diaria por el control y por la hegemonía de las ideas.

Seis columnas de orden corintio adornan el antiguo convento del Espíritu Santo, reconvertido en el Palacio de las Cortes, una preciosa obra arquitectónica de estilo neoclásico. Dos leones fieros, estatuas inmortalizadas en piedra, custodian las puertas de “La casa de todos los españoles”, el hogar de la democracia, el lugar donde los representantes del pueblo hablan y deciden por todos sus ciudadanos. «Más palabrería que otra cosa», pienso yo, viejo veterano y conocedor de los vericuetos del poder.

Sostengo el discurso en las manos, aunque lo he memorizado al dedillo. Nada más entrar en el Congreso, caen las primeras gotas de lluvia, que se precipitan de manera violenta contra el techo del edificio. ¡Y cómo se escucha! Parecen piedras de duro granizo. La misma tormenta marrullera truena en el interior, con toda sus señorías graznando como cuervos iracundos bajo los relámpagos efectistas de la retótica de unos y de otros. La presidenta del Congreso trata, en vano, de levantarse sobre las voces estridentes que se culpan unas a otras de los males del reino. Mientras, yo, abogo por la libertad, y así se lo hago saber a mis rivales políticos. «¿Pero qué es la libertad?», nos preguntamos todos. «La libertad es todo lo que no choca con nuestra visión del mundo».

Sonámbulo

Todos los días me siento frente al ordenador y me adentro en la rutina de las redes sociales, como un sonámbulo que vive en estado de duermevela. Soy un zombi, aunque en lugar de morder cuellos y saborear vísceras, me alimento de la negatividad y de los chascarrillos. Las mismas discusiones, los mismos personajes. Egos grandilocuentes, inseguros por naturaleza y llorones en busca de atención. La red viste a las personas, las acaricia con sus visajes y disfraces, que adheridos a una piel simbólica, conforman una imagen trastocada y difusa de la realidad. Una mentira, una ilusión. Ni en el vino subyace la verdad, in vino veritas, ni en Twitter estamos más cerca de conocer el corazón de la humanidad. Casi todo se reduce al juego de las apariencias, a salir con los morritos en las fotos o a presumir de compañía en las historias de Instagram. Mientras escribo estas líneas, sigo con la mirada fija en la pantalla. Revivo las mismas historias, en bucle eterno, de pesadilla, porque despierto pero no despierto. Sonámbulo sigo, sonámbulo seguiré.

El Legado de Sodoma, Capítulo I: La bruja

[…] quam plures utriusque sexus personae propriae salutis immemores et a fide catholica deviantes, cum daemonibus, incubis et succubis abuti, ac suis incantationibus, carminibus et coniurationibus aliisque nephandis superstitiis et sortilegiis excessibus, criminibus et delicti […] 
[…] muchas personas de los dos sexos, olvidando su propia salvación y desviándose de la fe católica, tratan con demonios, íncubos y súcubos, y con sus hechizos, cantos, conjuros y otras nefastas supersticiones y sortilegios se dedican a excesos, crímenes y delitos […] 
 
 

                                                         Summis desiderantes affectibus 

        Inocencio IV, a 5 de diciembre de 1484 

                                                             Bula papal contra la brujería

Lope de Vega y sus novelas a Marcia Leonarda

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Las Novelas a Marcia Leonarda fueron escritas por Lope de Vega a petición de doña Marta de Nevares. Esta mujer, amante, musa y madre de una de las hijas del poeta, influyó enormemente en la poética lopiana. El personaje de Marcia Leonarda, que aparece habitualmente en la prosa novelada de Lope, no es una figura cualquiera, sino el alter ego de Marta de Nevares.

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