Las puertas del palacio permanecen cerradas a cal y canto, protegidas por un foso y al resguardo de los peligrosos invasores. Guardia aquí, guarda allá, los aguerridos caballeros custodian la entrada de la fortaleza, siempre prestos y con las armas en alto. Evitan que las influencias del exterior penetren en el castillo de las ideas, todas ellas tan estáticas como inmutables. El soberano lee lo quiere leer, ve lo que desea ver y escucha lo que sus oídos anhelan escuchar, sin importar dónde resida realmente la verdad. Refuerza sus convicciones devorando aquello que le da la razón y huyendo de lo que contradice su visión de la vida. Encerrado en sus dominios, ningún embajador externo es bienvenido, pues teme que su mundo se derrumbe como un castillo de naipes.
Autor: Borja Ruete
Primera hora de la mañana. Los rayos de sol despuntan entre las nubes y las tímidas luces iluminan las plantas del balcón. Los pétalos de flores secas duermen sobre las macetas y las hojas mustias se mecen al son del suave viento. El ambiente todavía es fresco, pero todo hace presagiar que el termómetro se desbocará en las próximas horas. Después de todo, se viene otra ola de calor, según indican los expertos en periódicos, televisiones y Twitter.
El chico sale a la terraza con una taza de café y un paquete de tabaco de liar. Como si se tratara de un ritual, sus pasos siempre son los mismos: extrae el papel, coloca la nicotina adictiva, pone el filtro en uno de los extremos y sella el cigarrillo con un chuperreteo de saliva. Luego, toma el mechero entre sus dedos y acciona la rueda efusivamente. Uno, dos, tres intentos infructuosos… y de repente, ¡la llama! ¡Al fin! Al acercarla, el cigarrillo tarda un instante en prender. Luego, luz roja brillante, bocanada ávida, pulmones color negro carbón y humo que vuela alto, muy alto.
Poco a poco, el cigarrillo empieza a menguar. En ese mismo instante, a miles de kilómetros de distancia, Shinzo Abe, exprimer ministro japonés, pronuncia unas palabras durante un mitin de la campaña electoral. Nada hace suponer que la vida vaya a cambiar de un instante a otro, que lo que antes era una persona se tornará cadáver en pocos minutos. En aquella estación de la ciudad de Nara todo transcurre con normalidad, la audiencia escucha el discurso, a la espera de que el consumado político culmine sus líneas con un punto y final.
Ya solo queda la mitad del cigarro. La ceniza casi se desborda en el cenicero, aunque todavía queda algo de espacio para depositar los restos polvorosos del papel quemado. Otra calada, humo que vuela alto, muy alto.
Se escuchan sonidos de disparos. Humo que vuela alto, muy alto. El cuerpo de Shinzo Abe cae bajo, muy bajo. Se desploma contra el suelo y las cámaras captan el suceso al segundo. Reina la confusión, irrumpe la policía y los médicos tratan de salvar la vida del antiguo líder de Japón.
Cae más ceniza en el cenicero. Humo que vuela alto, muy alto.
Unos minutos después, el cigarrillo se ha consumido completamente, como la vida de Shinzo Abe.
Humo que vuela alto, muy alto.
La vida que pasa mientras te fumas un cigarrillo.
Camino por el prado, entre árboles y plantas, con paso decidido, musical, de elegancia exquisita. El sol brilla intenso, calienta la cabeza, el lomo y el bello plumaje resplandeciente. A medida que me acerco al arroyo, diviso a los pajarillos, que picotean comida enloquecidos. Estoy convencido de que cuando me vean, lo dejarán todo para echar un vistazo y deleitarse ante el espectáculo protagonizado por mi hermoso arcoíris de colores. Con la cabeza erguida, paseo mi majestad, pues siendo soberano del reino de las aves, están obligadas a rendirme pleitesía.
Escribo mis movimientos cuidadosamente, con la mente en tercera persona, como si fuera un espectador más. Entonces, despliego las plumas, los pájaros levantan la cabecita, frenan el vaivén de los picos y enmudecen sus cantos. Por un momento, las simpáticas criaturitas miran curiosas; algunas, incluso, bailotean embelesadas. Al mismo tiempo, yo sigo contoneándome, degusto el instante, la hora del triunfo.
Cuando la danza llega a su fin, recojo el abanico de colores y ordeno a mis súbditos que me entreguen el tributo exigido. Sorprendido, compruebo que los que hace unos segundos me bailaban el agua, desvían sus miradas. Sin el hechizo cromático, los pajaritos vuelven a su tarea anterior, comen con fruición e ignoran mi presencia. Sin comprender, me acerco al arroyo y observo la imagen que me devuelve el cristal: una ilusión quebrada, una imagen falsa.
Moro entre el azul del cielo y del océano, al calor del sol y bajo la gélida noche estrellada. Escucho el rugir del viento, el crepitar de las ramas al quebrarse, el graznido avieso de una gaviota argéntea. Veo pasar los años, las décadas y los siglos encaramada sobre peces y plantas marinas, pero ¡ay, madre naturaleza!, ¿de verdad estoy prisionera en el tiempo y el espacio? ¿Es cierto que no voy a poder escapar de la cárcel de mi cuerpo de piedra?
Siento la mirada incisiva de todo tipo de criaturas, que me observan y me creen inmutable, mas harían bien en saber que los ojos son un sentido fácil de engañar. Las aves se posan en mi duro lomo, convencidas de que jamás perderán su lugar favorito de descanso. No se dan cuenta de que cada vez me hago más bajita, más enclenque, más poquita cosa.
Soy, se puede decir, criatura de dos mundos, como la sirena. De la tierra y del mar, mitad y mitad, parte en la superficie, parte sumergida en cristal líquido salado. Y mientras tanto, el tiempo no se ha detenido, me ha mordido y desgastado sin piedad, porque yo, aunque dura, estoy condenada a desaparecer. Mejor dicho, a fusionarme con otros sedimentos.
La espuma de las olas toca mi cuerpo, lo acaricia, lo erosiona, lo devora lenta e inexorablemente, sin descanso. Poco a poco me torno más chiquitina, me convierto en arena polvorosa, como lo fui en un pasado remoto. He pasado a formar parte del mismo océano que me engendró: nací arena, he muerto arena y tal vez renazca como roca.
Observé los caminos que se abrían ante mí, las bifurcaciones que serpenteaban hacia vías inexploradas. Escuché el rumiar de las voces que se entreveraban en mi mente, aquellas que me indicaban a dónde tenía que ir. Lo hacían de forma contradictoria, iluminando los senderos sinápticos con luces de colores brillantes.
No eran más que distintas manifestaciones de mis yoes gritando al unísono, en sintonía: la voz del ego, la de la autoestima, la de la conciencia, la de los buenos y los malos sentimientos. Juntas y a la vez separadas, convincentes pero merifluas y sibilinas.
Son ellas las que nos señalan lo que somos, lo que queremos ser y lo que tal vez nunca seamos. Y es una de esas la que me traiciona, la que me insta a que la acompañe para conducirme por los caminos del edén. Me susurra al oído y acalla otras voces; las hace suyas y me hace suya. Mastica y tritura el alma, lo hace añicos, y cuando ya no queda nada por digerir, ríe entre dientes para revelar sus verdaderas intenciones: quiere que no sea yo.
Dos dedos amarillentos por la nicotina sostienen un cigarrillo recién prendido. Se mueven mecánicamente hacia la boca, hasta quedar suspendidos a la altura de los labios. El soldado absorbe el humo, inquieto, lo sostiene en los pulmones durante unos segundos y lo deja salir con parsimonia. La nube emprende el vuelo, observa la fotografía desde el privilegio de su vista panorámica, se fusiona con los vapores de la guerra, y a merced del viento, culebrea por el campo de batalla.
Desde arriba lo ve todo: las trincheras, los cascajos, la enfermedad, la sangre, la mierda, la muerte y los cadáveres. Escucha gritos, de los de unos y de los de otros. Las voces de los generales, que mueven sus peones por el tablero. Los disparos atronadores, las bombas, los llantos. Lágrimas cortadas por el frío, que atenaza los huesos y quiebra los sentidos. La lluvia sobre los cascos, inclemente, incesante: moja la ropa, las botas, los interiores; un plic, plic, plic que les lleva a la locura, a desear que todo se detenga, a que miles de corazones digan «basta» a la vez.
El cigarrillo mengua, como el fuego que consume la madera. Se hace pequeño, va muriendo, al igual que la vida misma, en unos segundos, quizá milésimas de segundo. Lo que está deja de estar. La bala perdida perfora el cráneo, penetra en el cerebro, queda encallada en el alma, en lo que nos hace humanos, en la razón y en los sentimientos. El cuerpo del soldado cae hacia un lado, con la mano derecha tocando el barro. La colilla emite su último destello carmesí, y con ese definitivo fulgor de vida, se apaga para siempre.
Cae al río. Arrastrada por la suave corriente, la semilla besa la tierra y se introduce en su interior. Al amparo de la oscuridad insondable, los procesos biológicos siguen su curso. El ápice resquebraja la cáscara, acaricia el barro; las raíces se desarrollan, extienden sus finos tentáculos; la planta se revuelve, mira a la luz. Cuando al fin consigue salir, crecen las primeras hojas y sus bracitos se ramifican en varias direcciones. Amada por el sol durante el día, bendecida por la luna durante la noche, la recién nacida envejece hambrienta, ávida de alimento…
Los dos adolescentes estallaron en carcajadas. Reían sin parar, bebe que te bebe. Uno de ellos, Julián, tenía una botella de ron en sus manos; el otro, Jorge, daba sorbos largos al Vodka mezclado con limón que había introducido en su petaca. El alcohol se abrió camino entre las venas y contaminó la sangre con rapidez. Las voces se elevaron mientras coreaban una canción etílica.
Madrid Río era un lugar transitado por las mañanas y por las tardes. Cientos de ciclistas y de viandantes recorrían el camino diariamente en ambas direcciones. Al caer la noche, la cosa era bien distinta. Las personas volvían a sus casas o preferían lugares más transitados. Bajo el techo de estrellas todo parecía dormir en sosiego. Pero ya se sabe, es en los períodos de calma cuando la tormenta se prepara para la acción.
La tenue iluminación apenas dejaba adivinar lo que había un paso más allá. Los chicos, sin embargo, sujetaban los móviles con la linterna activada, aunque en su estado, poco o nada importaba. Hacían eses y sorteaban los árboles como podían. La arenisca rozaba los dedos de sus pies, desnudos sobre la suela de las sandalias.
Julián se detuvo un momento y orinó sin parar de reír. Su compañero bebió unos tragos y meó despreocupado, allí donde estaba. Luego, siguieron la ruta por inercia, aunque no tardaron en pararse de nuevo. La sombra de un coloso tiñó de azabache el ya de por sí oscuro ambiente. Ante sus ojos, junto a la otra orilla del Manzanares, el esqueleto del antiguo estadio Vicente Calderón observaba impávido. La zona frontal todavía no había sido demolida, pero el resto de la construcción parecía una de esas antiguas ruinas romanas que a duras penas se sostenían en pie.
Aletargados por la estampa, los amigos aprovecharon para descansar. Jorge, con el pelo alborotado y su rostro puntiagudo, a juego con la delgadez de su cuerpo, percibía el calor de Julián a su lado. Este era más corpulento, tenía el cabello rubio muy corto y unas facciones algo rudas.
El joven sintió la mano de su amigo en los muslos e hizo ademán de apartarla, pero en su lugar, acarició los dedos casi sin darse cuenta. Como en esos juegos de la güija, en los que uno no sabe quién a hecho qué, las dos manos se dirigieron a la entrepierna de Jorge. Las cabezas se acercaron lentamente, con el aliento sostenido en un lapso de incertidumbre. Las bocas se juntaron para fundirse en un beso prolongado y húmedo.
«No, no, no, ese no soy yo», pensó Jorge mientras su lengua serpenteaba en la boca de Julián. Lo apartó de un empujón, olvidando el móvil y la cartera, y huyó sin rumbo, aterrado. Julián se encogió de hombros y concedió un tiempo a su amigo. «Volverá», se dijo a sí mismo. Y esperó.
El chico, turbado por lo que acababa de suceder, avanzó durante veinte minutos, todavía sin comprender lo que había ocurrido. Las dudas carcomían su mente, la devoraban como si miles de gusanos reptaran por su cerebro. Necesitaba despejarse, observar las cosas desde una postura más reflexiva.
No supo por qué, tal vez debido al alcohol que todavía acampaba libre en sus venas, pero de pronto sintió la necesidad de ver el río de cerca. Las aguas no eran muy profundas, pues la tierra se la había tragado sin compasión.
Descendió con torpeza, buscando los puntos de enganche para no caer al vacío. Cuando los pies pisaron el barro, suspiró aliviado. Aún en las partes de tierra seca, la humedad se adhería a la piel como una garrapata. Paseó en la negrura, con las sandalias empapadas y el frío ascendente en el cuerpo. A medida que avanzaba, el río se fue ensanchando.
Sobre su manto de cristal verdoso, las plantas reinaban, a sabiendas de su condición soberana. Las ásperas enredaderas tapaban la vegetación más tierna, que ahogadas por su amor aprisionador, luchaban por escapar de su influjo. Lejos de lograrlo, siempre vivirían en la noche eterna.
Jorge se sorprendió. De repente, los niveles de agua habían crecido sin control. Se halló flotando en el río, rodeado de ramas y de hojas. El miedo lo embargó y trató de volver atrás, pero cuanto más lo intentaba más empeoraba la situación. Gritó «¡socorro!» con todas sus fuerzas. La garganta se le hizo trizas, la voz se quebró y el aliento se heló en su siguiente expiración. «Ven a mí», escuchó en su mente. «Ven a mí», repitió sibilante.
Intentó moverse. No pudo. Algo le rozó la piel, que estalló ensangrentada un segundo después. Las zarzas lo abrazaron y picaron su cuerpo con lujuria. «Eres mío, mio, mío. Por siempre, hasta el final de los tiempos». La planta se enroscó en los brazos y en la piernas. Jorge luchó en vano para desembarazarse del achuchón mortal. Cada segundo que pasaba, la parálisis era más y más agobiante. La enredadera tomó su pecho, el cuello, la cabeza. El chico miraba ahora a la oscuridad de las aguas, boca abajo. Solo sus ojos, que se salían de las órbitas y giraban de un lado a otro lado, se mantenían libres del influjo de la vegetación.
Se quedó sin aire, boqueó en busca de un oxígeno que no encontraría jamás. Las zarzas apretaron, follaron con el vigor de mil amantes, se introdujeron por la boca, el ano y las entrañas. No dejaron un hueco sin semilla, una víscera sin marca: se fundieron con la piel y con los huesos. La presión no cesó ni después de que el último hálito de vida escapara del corazón, del cuerpo, del alma.
Julián esperó. Esperó en vano.
Me miran. Todos me miran. Paso por los pasillos y veo los rostros de los antepasados grabados en pintura para la eternidad. Sus ojos escrutan en la misma dirección, pero cuando me doy la vuelta, siento su aliento en la nuca. Generaciones de la familia adornan las estancias del viejo palacete, un edificio ancestral, picado por la acción del tiempo, que ha pertenecido a mi linaje desde épocas remotas.
Nunca conocí a mis padres biológicos. Nunca conocí a mis abuelos. Nací y viví lejos de los lujos, abandonado por mi condición de bastardo, o eso me contaron cuando cumplí la edad para comprender. Tampoco puede decirse que mi infancia fuera dura. Tuve la suerte de ser adoptado por una pareja maravillosa, sin mucho dinero, pero con el amor y el cuidado necesario para proporcionarme una juventud feliz.
Todo cambió cuando cumplí los cuarenta. Sonó el teléfono una tarde lluviosa, encapotada por nubes azabaches que presagiaban toda clase de males: «Soy el abogado de la familia Aureliano, me gustaría reunirme contigo», me informó.
Al día siguiente, quedamos en una cafetería. El abogado me informó de que mis padres biológicos habían fallecido en extrañas circunstancias y que por herencia me correspondía el Palacio Aureliano y todas las posesiones que había entre sus paredes. Estupefacto, me enteré de mis orígenes y recibí las llaves de la propiedad, situada a las afueras de Madrid, en la nada.
Dejé a mi mujer y a mi hijo en casa, sin contarles nada todavía. Les dije que me iría por trabajo unos días, así que cogí el coche sin despertar sospechas. Circulé intranquilo, nervioso por la visita a un palacio que me había sido legado de improviso. Los bosques yermos cubrieron la vista con su espeso color otoñal. El camino, sinuoso, se mantuvo monótono durante unos minutos que se me hicieron eternos, hasta que el contorno de la roca fantasmal se dibujó ante mis ojos.
Roído por los años, el Palacio Aureliano se erigía imperturbable, a sabiendas de que seguiría ahí mucho tiempo más allá de mi muerte y de la de mi hijo. Abrí la puerta principal con la antigua llave de hierro oxidada. Chasqueó y los engranajes se movieron fatigosos. A continuación, las paredes retumbaron cuando cerré el portón de un golpe.
Entonces los vi. Los rostros, el pasillo. Un escalofrío recorrió mis entrañas y noté cómo mis vísceras se aflojaban. Las luces no funcionaban, pero alumbré el camino con la linterna del teléfono. Allí estaban, mis antepasados, con sus globos oculares fijos a mi paso.
Atravesé el comedor, que tenía los cubiertos de oro gélido dispuestos en la mesa, como si alguien fuera a darse un fastuoso banquete en los siguientes minutos. Pero no había nadie allí, ningún alimento que degustar. En pocos segundos, llegué a la biblioteca, una biblioteca sin libros. Mejor dicho, una biblioteca con un libro. La Maldición de los Aureliano. Lo tomé entre mis manos, con una mezcla de curiosidad y terror. En sus páginas no había escrita ni una sola letra, solo imágenes de cuadros antiguos, los rostros de mis ancestros. Cientos de caras, cientos de miradas y muchas páginas en blanco.
Sentí un miedo paralizante. Me quedé inmóvil y escuché los chasquidos de la casa, cuyos revestimientos de madera crujían sin descanso. No sé cuánto tiempo permanecí en estado de shock, pero de pronto, supe que tenía que marcharme de ese lugar. Salí corriendo y regresé al punto de partida, al corredor que daba a la entrada donde todos los cuadros observaban. Volvieron las miradas, los siseos, las voces que ametrallaban mi cerebro.
Alumbré con el móvil los rostros imperturbables y algo llamó mi atención. Unas facciones, las de Máximo Aureliano, nacido en 1630 y muerto en 1670. «Estoy delirando, he perdido la cordura», pensé en voz alta. El hombre que me devolvía la mirada no era otro que el abogado que me había visitado días atrás. ¡Imposible!
Corrí y corrí, pero cuando por fin alcancé el portón, este no se movió ni un centímetro. A continuación, escuché voces escalofriantes y multitud de manos fantasmagóricas me tocaron con fruición. Me costaba respirar, los dedos blanquecinos apretaron mi garganta y sentí cómo la vida escapaba del cuerpo. Todo acabó en cuestión de segundos. Sin oxígeno, la cáscara que había albergado mi alma se desplomó secamente contra el suelo.
Y aquí estoy yo, observando desde la pared, a la espera de que otro de los nuestros ponga los pies en el palacio.
Miguel Aureliano (nacido en 1976 y muerto en 2016).