Resulta paradójico que un día de desgracia colectiva comenzara como una jornada jovial de diversión frívola. Recuerdo aquél 11 de marzo como si fuera hoy. En mi cabeza se proyectan imágenes vívidas de lo acaecido, también de las horas posteriores: manifestaciones, incertidumbre y mentiras del Gobierno, que a pocos días de las elecciones generales, decidió tapar la verdad para evitar lo inevitable.
Hace quince años cogí un autobús junto a mis compañeros de clase. Como todos, ignoraba lo que pocas horas más tarde iba a ocurrir. Llegamos a la parada de madrugada, pues el colegio había organizado una escapada a Formigal. Alquilamos el equipo de esquí en Jaca y poco después empezamos a deslizarnos por pendientes nevadas, entre risas y cachondeo. Nos carcajeamos al ver caer a compañeros, que encajaban como podían aquellas pequeñas humillaciones. Yo mismo mordí la nieve: perdí el control y me precipité a toda velocidad, cuesta abajo. Los esquís salieron volando y quedé tendido en ese blanco traicionero. Rápido, avergonzado, traté de maquillar la situación, pero las voces de mis compañeros se acercaron y fueron testigos de la esperpéntica fotografía.
“Han explotado unas bombas en el metro de Madrid, dicen que ha sido ETA”, comentó una compañera alterada. Así nos enteramos de que algo terrible había sucedido en la capital. De pronto, las voces enmudecieron, se apagaron como velas en una ventisca. Las chanzas y el jolgorio habían llegado a su fin. “Ha sido ETA, ha sido ETA”, repetían desde Moncloa. Las imágenes de televisión nos devolvieron una estampa de terror. Amasijos de metal se entreveraban en nudos imposibles. Espasmos y gritos, confusión, solidaridad y muerte. 190 personas perdieron la vida en los atentados y más de 1000 resultaron heridas, física y psicológicamente. Las lesiones no se han cerrado y probablemente nunca lo hagan del todo. A esto contribuyó el ejecutivo de Aznar, que pensó en el poder antes que en los ciudadanos. “Con este gobierno vamos de culo”, gritaban los manifestantes, entre los que me encontraba.
El 11 de marzo de 2004 todos perdimos, de una u otra manera. Pero de la desgracia surgió una unidad que pocas veces se ha visto en un país tan invertebrado como España. La ciudadanía salió a la calle, unida por un mismo sentimiento, el del dolor. Quince años después, las cicatrices permanecen cinceladas en la piel. No debemos taparlas, busquemos en ellas el pasado y aprendamos de los errores. Hoy más que nunca, el recuerdo del 11 M debe estar presente.