Ocurrió en el tercer piso de un destartalado edificio del barrio barcelonés de El Carmelo. Allí vivía Dolores Romero, una anciana nonagenaria natural de Andalucía. Como muchas personas de su generación, había emigrado con su marido a la ciudad condal a finales de los años cincuenta. Fue la crisis de la minería, unida a la miseria de la posguerra, lo que provocó el éxodo migratorio en la primera mitad de la infausta dictadura franquista.
De aquello habían pasado muchas décadas. Tanto que la juventud lo percibía como algo borroso del pasado, un ente abstracto que hoy día sólo se mencionaba esporádicamente en periódicos, programas de televisión o de radio, libros de historia y discusiones en redes sociales. Sin embargo, para Dolores, el recuerdo permanecía más vivo que nunca: el hambre, la incertidumbre, la separación de la familia, el olor acre y metálico de las vías del tren, una ciudad desconocida, el horizonte de un nuevo comienzo; todo un cúmulo de sensaciones y vivencias que se engarzaban y culebreaban en la mente con una fuerza inquebrantable, más ahora que su vida estaba próxima a extinguirse.
Desde finales de los años ochenta había vivido sola. La muerte de su esposo, acaecida en agosto del ochenta y siete, le había causado un hondo pesar. No tenía hijos ni contacto con la descendencia de su rama familiar en el sur peninsular. Más allá de las amistades de toda una vida, se había quedado sin nadie.
Dolores caminaba a duras penas con la ayuda de un bastón. Su espalda dibujaba una curva; tenía las manos esqueléticas y ásperas, consumidas por la artritis; el rostro cincelado por ríos de arrugas sin desembocadura; labios finos y muy pálidos; ojos azules y brillantes, la única reminiscencia de su lejana mocedad. Un ictus tardío le había causado problemas de movilidad y una expresión de deformidad perpetua en la cara.
Pasaba las tardes en su anquilosado sillón, carcomido por el tiempo y maltratado por su gato. Frente al sofá, en un mueble de madera vieja, descansaba un televisor de tubo de unas treinta pulgadas. Cuadros de paisajes colgaban aquí y allá, junto a algunas fotografías descoloridas o en blanco y negro. La moqueta del suelo había sufrido la erosión de los años, y algunas manchas de café se habían quedado incrustadas para la posteridad. A mano derecha, detrás de una puerta chirriante, se materializaba la diminuta cocina. Estaba repleta de cacharros oxidados y electrodomésticos Miéle, de esos que duran decenios. El baño estaba justo al lado de la cocina: un simple retrete, la ducha y el lavabo se apelotonaban en pocos metros cuadrados. Finalmente, a mano izquierda, se localizaba el dormitorio: la cama rígida de matrimonio, el armario de madera de roble y la cómoda comprada hacía muchísimos años en una preciosa tienda de muebles del centro de Barcelona.
La anciana dormitaba cuando sonó el timbre. El minino maulló y saltó de las piernas de su ama como un resorte. Se preguntó quién sería, pues nunca recibía visitas. Sus amistades habían muerto y las que sobrevivían apenas conservaban el seso, mucho menos la movilidad. Se levantó con parsimonia, recorriendo la corta distancia que separaba el sillón de la puerta en algo más de un minuto. Echó un vistazo por la mirilla y atisbó la figura de un hombre joven que portaba una carpeta y una amplia sonrisa en su rostro. Vestía de traje y lucía el cabello pulcramente peinado. Le pareció encantador a primera vista y abrió la puerta. El chico accedió a la vivienda:
—Buenas tardes, señora. Soy Mario Valerio, de la compañía eléctrica—se presentó el joven—. Hoy le traigo una oferta irresistible. Por cierto, tiene una casa magnífica, muy acogedora—. Mario asintió con aprobación. Luego le preguntó su nombre.
A la mujer le gustó la forma de hablar del muchacho. Le devolvió una sonrisa desfigurada por la parálisis. A continuación, el comercial le explicó de manera entusiasta, casi teatral, las bondades de acogerse al nuevo plan de la empresa: que si más barato, que si el servicio mejora aún más con su compañía, que si tal, que si cual. De la verborrea incesante Dolores rescató sólo algunas palabras, y le pareció entender que le saldría más barato.
—Está usted estupenda para su edad, doña Dolores. ¿Cuál es su secreto?
—Bebo una copita de coñac todas las noches—respondió satisfecha por la adulación. El gatito se restregó contra sus piernas, juguetón.
—¡Seguiré su consejo, sin duda! Ahora, si es tan amable, me gustaría ver sus facturas anteriores para que podamos firmar el contrato. Le garantizo que va a obtener muchísimas ventajas si accede—el aguijón seductor de su oratoria ya había picado a la anciana, y su veneno comenzó a fluir por la sangre hasta el corazón y el cerebro. La mujer le ofreció sentarse en el sillón mientras buscaba los documentos. Tras unos minutos de espera, regresó con los papeles. A Mario se le hizo eterno, pero aguardó con paciencia y con su mágica sonrisa imperecedera.
— ¿Dónde tengo que firmar? —preguntó la vieja. El chico abrió la carpeta y le tendió el bolígrafo. Le señaló un recuadrito en la parte final del documento. Dolores estampó su nombre sin leer la letra pequeña. Mario se lo calló conscientemente.
Tras la despedida y los formulismos, el comercial salió de la vivienda con el contrato firmado bajo el brazo, sin mirar atrás. La casa le había parecido ruinosa y espantosa, con olor a gato y a vino avinagrado; la cara derretida de la vieja, repulsiva. Pero había merecido la pena. Una nueva clienta: ni más ni menos.
“Cuando te adulen, es cuando con más razón tienes que cuidar de tus bienes”
Fábula original (Esopo): «La zorra y el cuervo gritón»
josean
Este me gusta mucho ,muy bueno
Silvia
Es un placer leer tus cuentos.