(Fotografía: Aptinet)
Shinji Tanaka caminaba por el parque de Ueno. Lo hacía desde la juventud, como vía de escape de una ciudad que nunca dormía. Tokio, ese coloso de rascacielos y contrastes, de pantallas gigantes en Shibuya y de ahogantes marabuntas descontroladas. Una urbe que aun y todo, albergaba el refugio de la naturaleza en su propio corazón, como una especie de microcosmos maravilloso. Era un mundo de templos y árboles, lagos con barquitas, padres y niños, parejas sonrientes, pájaros cantores y cuervos graznadores.
Todo empezaba en primavera: en abril se derretían las capas de nieve que, como lágrimas cristalizadas, descansaban muy ocasionalmente sobre el suelo de Tokio. El ocaso del frío sustituía la cama nevada por el lecho de flores de cerezo; los sakura, belleza efímera, preludio del húmedo y caluroso verano de la capital nipona. Mientras el ser humano padecía entre oleadas de sudor y abanicos, los árboles de hoja caduca se preparaban para liberar su cabellera. Llegaba el otoño y sus colores, el momiji, las sendas de hojas mustias.
Y allí seguía Shinji Tanaka, jubilado y voluntario. Armado con rústicas herramientas, recogía incansablemente las hojas del suelo. Limpiaba los caminos y dedicaba todo su esfuerzo a mantener el brillo de la naturaleza. Una naturaleza que ya esperaba su final de ciclo: la época estival regresaría pronto. El señor Tanaka permanecería.
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