[…] quam plures utriusque sexus personae propriae salutis immemores et a fide catholica deviantes, cum daemonibus, incubis et succubis abuti, ac suis incantationibus, carminibus et coniurationibus aliisque nephandis superstitiis et sortilegiis excessibus, criminibus et delicti […]
[…] muchas personas de los dos sexos, olvidando su propia salvación y desviándose de la fe católica, tratan con demonios, íncubos y súcubos, y con sus hechizos, cantos, conjuros y otras nefastas supersticiones y sortilegios se dedican a excesos, crímenes y delitos […]
Summis desiderantes affectibus
Inocencio IV, a 5 de diciembre de 1484
Bula papal contra la brujería
Capítulo I
1965
Si Villa Augusta desapareciera de un día para otro nadie se daría cuenta. El padre Rodrigo reflexionaba sobre este asunto a menudo, especialmente en los momentos de soledad, cuando se preparaba para la misa matinal. En un pueblo tan inhóspito, tan alejado de la mano de Dios, la civilización urbana era la perfecta desconocida. Las ondas de radio tenían serias dificultades para sortear las empinadas montañas, de modo que las emisiones de Radio Nacional llegaban sucias, prácticamente inaudibles y llenas de interferencias. Ni que decir tiene que las televisiones eran poco más que una leyenda para los habitantes de la villa. «Y alabado sea el señor», pensaba el sacerdote. La corrupción y el pecado eran el pan de cada día en las ciudades. Incluso aquellos que se autodenominaban buenos cristianos sucumbían a las más viles seducciones. Sabía de buena tinta que muchas personas creían que el pecado se perdonaba con un pater noster y cuatro ave marías. Para él no eran más que pensamientos ilusos de los que preferían engañarse a sí mismos antes que plantar cara a sus desmanes.
A pesar de que a don Rodrigo le obsesionaba el pecado, crecía incólume, sin freno, como la mala hierba, corrompiéndolo todo a su paso. En un primer momento había cerrado los ojos ante la evidencia, pero el fornicio estaba a la orden del día, y aunque las gentes trataran de ocultarlo, hasta los más oscuros secretos salían a la luz. Los pueblos pequeños estaban cargados de intrigas y misterios, pero tarde o temprano, alguien se iba de la lengua o se pillaba infraganti al pecador.
Ahora que ya acariciaba la primera etapa de la madurez había aprendido a templar el genio y a cultivar la paciencia. Cada vez era más consciente de la complejidad de la labor que como sacerdote tenía que ejercer, para con sus feligreses y para con Dios. «Después de todo Roma no se había construido en un día», pensaba cada vez que la desesperación y el desengaño ennegrecían su espíritu.
Las preocupaciones de los años de juventud habían cincelado huellas visibles en su figura: arrugas prematuras alrededor de los labios y un aspecto ligeramente envejecido y encorvado que no se correspondía con la edad. Tenía el pelo corto y ralo, sobre todo en la zona de la coronilla; rostro afilado, frente amplia; ojos azules, de mirada profunda; nariz aguileña, muy larga; labios finos, tirantes; barba espesa, pulcramente recortada. Llevaba la sotana siempre impoluta, cual capa ondeante, larga, negra, perfectamente ajustada a la delgadez de su cuerpo y casi barriendo barro, roca y suelo.
Hacía doce años del fallecimiento de su predecesor en el cargo, el padre José. Hasta entonces había estado a su lado, como monaguillo primero y como sacerdote ordenado in sacris después. El peso de la responsabilidad lo notaba como si su espalda cargara con placas de duro metal. Echaba de menos el consejo de su mentor, cuyas canas y poblada barba nívea dejaban entrever una erudición rutilante, en cada palabra, en cada nueva enseñanza.
Don Rodrigo sabía que la educación religiosa ahora dependía exclusivamente de él. No había muchos niños a los que enseñar y la población adulta era tan reducida que temía que en unos pocos años el poblado estuviera condenado a la desaparición. Aprendió de su maestro los entresijos de la retórica ciceroniana. Los augustos padres de la Iglesia sabían de la importancia de la palabra como herramienta de persuasión, de manera que el propio Rodrigo la tomó como su mayor aliada. Pese a ello, había pocos que quisieran escuchar de verdad. En los sermones no dudaba nunca en recordar las bendiciones de «traer nuevas vidas al mundo», función esencial y deber, por otra parte, de todo matrimonio de bien. Los hijos fruto de práctica adúltera eran asunto diferente, pero no infrecuente en estos tiempos de oscuridad y de bajeza moral.
El sacerdote salió de la iglesia y encendió un pitillo. El cigarrillo se consumió lentamente entre sus dedos y la ceniza se desprendió entre vapores, volando al son del viento. Se respiraba el aire cortante, preludio de un invierno que no se demoraría demasiado. La brisa silbaba suave, como los pájaros en una mañana despejada. Expulsó las últimas bocanadas con fruición y oteó el humo flotando durante unos instantes. Observó que la plaza de la iglesia estaba todavía vacía, aunque los primeros rayos de sol iluminaban con luz tenue los sinuosos caminos. El domingo, siempre perezoso, despertaba de su letargo con las primeras campanadas al amanecer, anunciantes de la misa que don Rodrigo preparaba celosamente.
El mercado del pueblo estaba desierto los domingos. Los puestos permanecían cerrados en la plaza frente a la iglesia, a la espera de que el lunes reactivara el comercio. Se vendían verduras frescas y fruta; carne y pescado; algunas especias y brebajes medicinales; herramientas y piezas de alfarería: todo lo que las sencillas gentes de la villa necesitaban para vivir el día a día.
Mantuvo la mirada fija en el horizonte, cuyos límites se desdibujaban con el fresco y misterioso verdor del bosque. El pueblo se erigía a la sombra de un conjunto montañoso dominado por los árboles: hayas, encinas y castaños luchaban por la hegemonía extendiendo sus raíces bajo el barro y hasta las profundidades de la tierra. De piedra dura, alba en su origen y ennegrecida por el paso de los siglos, estaban construidos los rústicos edificios y las serpenteantes callejuelas que configuraban el pueblo. Como arterias se bifurcaban hasta el corazón, la Iglesia de San Agustín, una construcción medieval del siglo XII que había sobrevivido estoicamente a las heridas que el tiempo le había infligido. Elegante y majestuosa, de estilo románico, la nave conservaba inscripciones en latín, ahora prácticamente ilegibles.
Bajo el suelo de la iglesia dormían los sepulcros olvidados de antiguos sacerdotes, monjas y hombres importantes del pueblo, pertenecientes a épocas ya difuminadas por chronos. La cripta estaba poco cuidada y a merced de las ratas y otras alimañas. Nadie en el pueblo era enterrado allí, pues el cementerio cercano al templo albergaba los cuerpos en su sueño eterno.
Don Rodrigo dejó sus pensamientos atrás y accedió a la iglesia de nuevo. No se detuvo a mirar los viejos cuadros ni las descoloridas vidrieras, pero sí se arrodilló ante la estatua de la Virgen y del niño Jesús:
— María, mater dei. Benedicta tu in mulieribus. Ora pro nobis pecattoribus. —Los latinajos de la oración retumbaron en un eco difuso. Se levantó y subió los escalones del altar. A continuación, dejó el cáliz en la mesa y vertió un poco de vino; luego, lo tapó cuidadosamente con la palia y se santiguó por enésima vez. Durante muchos siglos la iglesia había sido el punto de reunión para las gentes de la villa: fiestas, celebraciones y funerales habían visto pasar a generaciones de familias. En la época medieval solían acudir los juglares, que lira en mano, cantaban las canciones que poco a poco se fueron transmitiendo de padres a hijos, año tras año, centuria tras centuria. Claro que en aquellos tiempos Villa Augusta era un lugar de paso, una antigua vía de peregrinación hacia un monasterio del que actualmente solo se conservaban las ruinas al abrazo de las enredaderas y del musgo. El tiempo de las viejas reliquias se había consumido, y con su ausencia, también lo habían hecho los visitantes.
Quizá esos largos periodos de aislamiento habían impedido que las viejas costumbres perecieran. Los esfuerzos de la Santa Iglesia Romana por eliminar los vicios paganos que desde tiempos ancestrales se arraigaban en la península habían sido notables; pero los habitantes de Villa Augusta, aunque católicos a sangre y fuego, mantenían vivas tradiciones antiguas que nada tenían que ver con Cristo ni con la doctrina católica. Habían sobrevivido a romanos y visigodos, árabes y reyes cristianos, Trastámaras, Austrias y Borbones, José Bonaparte, Amadeo I de Saboya, Primo de Rivera, las dos Repúblicas y seguramente también a Francisco Franco.
El párroco era el único del pueblo que tenía vehículo, un viejo Seat destartalado que no tardaría en dejarle tirado en mitad de algún bosque. Lo necesitaba porque tenía que rendir cuentas con la diócesis, así que de vez en cuando se desplazaba a la ciudad para la visita de rutina. Por lo demás le dejaban en paz, pues a la Iglesia tampoco le importaba en exceso lo que pasara en un pueblo que ni conocían ni querían conocer. Así las cosas, don Rodrigo olvidó por un momento todas las preocupaciones y posó las manos sobre la Biblia.
……
Aurelia desayunó apresuradamente y vistió a los niños para el servicio. Miró el reloj de reojo y chasqueó los dedos con nerviosismo.
— ¡Chicos! Correr a lavaros la cara o llegaremos tarde a misa.
César y Julio, de 6 y 8 años, se miraron con caras somnolientas. En casa no había agua corriente, así que buscaron el barreño y sumergieron las pequeñas manos en el agua cristalina. Cuando terminaron, su madre ya les esperaba con el peine entre los dedos.
— ¿Por qué padre se queda durmiendo y nosotros tenemos que ir a la iglesia? —Se quejó el mayor de los hermanos. Aurelia contestó con un suspiro y peinó los alborotados cabellos de sus hijos. Lo cierto es que su marido era un vago que aprovechaba el domingo para dormir la mona. «Todo el maldito pueblo ha empezado a cuchichear a mis espaldas y este malnacido sigue haciendo lo que le da la gana», pensó amargamente.
Cuando se conocieron fue como entrar en un mundo idílico de fantasía. La promesa de una nueva vida en el paraíso sonaba entonces como la más maravillosa de las sinfonías, pero la cruda realidad no tardó en tornar la suave melodía en ruido estridente: primero fueron el alcohol y las borracheras. Se pasó los primeros años de matrimonio limpiando culos de bebé y vomitonas de su marido. Más tarde llegaron las infidelidades y la violencia. Juan tenía una aventura con Ana Sastre mientras la muy cerda presumía como un pavo real de todos los hombres que había seducido y llevado bajo sus mugrientas sábanas.
Lo había descubierto un domingo después de misa. Los niños se quedaron a dormir en casa de sus abuelos y Aurelia pensó que podía aprovechar para pasar la noche a solas con su marido. Nada más llegar a la casa escuchó las primeras señales de que algo no iba bien: una voz de mujer y algunos gemidos de placer. En ese momento, confusa, pensó en escapar, en hacer como que no había oído nada. Sin embargo, antes de empezar a correr, entreabrió la puerta del dormitorio y los vio con total nitidez. Aurelia se quedó paralizada por unos instantes y luego salió del edificio a zancadas torpes, renqueante. Se tuvo que apoyar en la puerta porque de pronto se sintió muy mareada. En ese instante comprendió que su matrimonio era una farsa.
Vagó por las calles durante luengas horas, sin rumbo. Debían de ser ya los últimos instantes del día. El sol se escondía detrás de las montañas y la luna se perfilaba tímidamente entre las nubes. El cielo pincelado de naranja se mostraba en todo su esplendor, ajeno todavía a los nubarrones que venían del sur. La temperatura había bajado unos cuantos grados, pero ella se mostró inmune al frío. Las lágrimas no cesaron de rodar, como dos cascadas, por las mejillas desconsoladas. Aurelia no comprendía lo que había ocurrido. Había sido una buena esposa, siempre atenta, siempre dispuesta a darlo todo por la familia, pero lo había pagado con una estocada en el corazón. Se preguntó qué haría cuando volviera a casa, y si volvería. ¿A dónde iría?, ¿qué sería de los niños?
Y volvió, por supuesto que lo hizo. El matrimonio era un compromiso ante el altísimo que él y solo él podía romper cuando uno de los dos fuera convocado por la muerte. Eso no significaba que se fuera callar. Regresó al hogar y se encontró cara a cara con Juan. Como era habitual estaba ya inmerso en el sopor etílico, tambaleándose y con una mirada patética en el rostro. Aurelia se acercó con las orejas encendidas por la ira. Le increpó con toda clase de insultos ante la impasibilidad del hombre. Por eso quizá no vio llegar el repentino y sonoro bofetón que estalló en su rostro como mil cristales haciéndose añicos. La cabeza de Aurelia se giró del golpe. Tenía la cara magullada y una expresión de total sorpresa. Lo que vino a continuación fue aún peor: como una bestia endemoniada, Juan le arrancó el vestido de un tirón. Se quitó los pantalones y se deshizo de los calzoncillos en cuestión de segundos. Borracho o no, era un hombre fuerte, acostumbrado al ejercicio físico. Aurelia chilló aterrada cuando le inmovilizó el cuerpo. La penetró con virulencia descarnada, por delante y por detrás, y lo hizo hasta que la mujer se desplomó como un viejo trapo de cocina. Escuchó los puñales verbales entre sollozos:
—Así aprenderás cuál es tu lugar, puta. Si se lo cuentas a alguien, te mataré.
El monstruo había despertado de su letargo. Se escondía tras una máscara ajena a las miradas de sus amigos, de don Rodrigo y del resto del pueblo. Pero ella sabía que existía y que volvería a salir en algún momento.
—Mamá, ¿vamos? —. El pequeño César la miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación. Aurelia reaccionó por fin y dejó de pensar en Juan. Miró a sus dos niños y se alegró de no ver el reflejo de su marido en ellos. Ambos eran rubios, como ella, de ojos claros y cuerpo proporcionado. Aurelia se mantenía delgada, aunque había ganado unos cuantos kilos últimamente. Cuidaba mucho su larga melena, que caía lacia en cascada hasta casi la cintura. Para la misa se lo recogió cuidadosamente en un apretado moño y luego se ajustó el velo.
—Ahora sí estoy preparada. Darme la mano y portaros bien.
…..
Abrió los ojos. De un manotazo se quitó las sábanas de encima, sonriendo. Ahora que todos esos hipócritas habían puesto sus piernas en movimiento para deshacerse de los pecadillos en la iglesia, Juan disfrutaría por fin de su momento de libertad. No se molestó ni en vestirse ni en asearse. Hoy esperaba compañía femenina, ¡y qué compañía! Nada comparado con la frígida que tenía por esposa. Ana Sastre se dejaba hacer cualquier cosa y lo disfrutaba tanto como él. Solo de pensarlo se le escaparon unos hilillos de baba lujuriosa por las comisuras de los labios.
Que Aurelia le hubiera descubierto no le importaba en absoluto. Detestaba a su mujer porque representaba todo lo que él odiaba. Vivía devota, siempre pendiente de lo que don Rodrigo le diera el visto bueno a sus estúpidas preocupaciones morales. Bien es cierto que últimamente había conseguido callarla. Una mujer tenía que saber estar en su sitio y Aurelia lo había comprendido por la vía dolorosa. Mano dura, después de todo. Juan no estaba dispuesto a tolerar lloriqueos de nadie. Su mujer servía para la cocina, la limpieza, el cuidado de los niños y para aliviar sus impulsos.
Tampoco aguantaba los quejidos de sus dos hijos. Un azote bien dado los enderezaría, pero si en el pueblo se enterara tendría problemas y Juan no quería que lo estorbaran con tonterías. La vara saldría tarde o temprano, pero lo haría lejos de los ojos entrometidos y de los cotorreos incesantes.
No escuchó el sonido de la puerta al abrirse. Ana apareció en el umbral con la mejor de sus sonrisas. Juan se la devolvió y la invitó a la cama.
—Quítatelo todo para mí y ponte los cuernos.
La cornamenta de un ciervo, reducto de una vieja tradición pagana que se perdía en los vastos océanos del pasado y que formaba parte de la ceremonia de cortejo en Villa Augusta. Algunos lingüistas aseguran ahora que la expresión “poner los cuernos”, así como las continuas alusiones al ciervo en la lírica popular tenían su origen en esta costumbre. Viejos documentos eclesiásticos, de época medieval, censuraban la práctica: «turpissimam consuetudinem de anniculam vel cervulum exelcere» (La inmoral costumbre de disfrazarse de corderilla o de ciervo). O como la dice la jarcha mozárabe: «Cuando el ciervo ha venido a llamar a su puerta, ella, desde el cuarto, alza la voz y dice a su madre: ‘Que faray mama/meu lhabib est ad yana».
…..
El último mes de embarazo estaba resultando muy duro. El bebé no paraba de dar patadas y los dolores se habían intensificado en los últimos días. Sabía que el momento estaba punto de llegar, pero no estaba segura de que estuviera preparada para el parto. A sus diecinueve años, Martina esperaba al primogénito y estaba aterrada: miedo al dolor, a la muerte, a que algo no saliera como debiera. Cuando se enteró que estaba en cinta sintió una alegría desbordante, pero no se le había ocurrido pensar en lo que sucedería después.
A medida que la fecha se fue acercando, la joven se empezó a obsesionar, sus pensamientos teñidos de negrura; mas por ello visitó la iglesia con gran regularidad. Martina se había casado el año pasado con Antonio, un hombre diez años mayor que ella, pero muy apuesto y agradable. Quería que el primer año de matrimonio fuera tranquilo, pero se había quedado embarazada muy pronto.
Le costaba caminar cada vez más. Sus pasos torpes se detenían frecuentemente para así descansar los maltrechos pies. Pese a ello, al final consiguió llegar a la iglesia a tiempo. Vio entrar a Aurelia, a los niños y a sus abuelos, así como a otras personas que ya se preparaban para cruzar el umbral. Fue en ese instante cuando rompió aguas. El líquido descendió por sus piernas, bajo la larga falda azabache. Las contracturas también comenzaron. Se retorció de dolor, agachada y con las dos manos agarrando la zona abdominal. Quiso chillar, pero solo salió un quejido mudo. Afortunadamente, varios de los vecinos que se dirigían a la misa vieron que algo no marchaba bien y se acercaron curiosos.
La llevaron a casa en solo unos minutos, que a Martina le parecieron horas. El dolor, lejos de remitir, se había agudizado. Presentía que algo iba mal en sus entrañas.
Doña Francisca, que vivía en la casa de al lado, se había hecho cargo de la situación a la espera de que el doctor Prudencio llegara. Al son de monosílabos imperativos ordenó que trajeran agua y gasas húmedas para refrescar a la joven. Los hombres fueron expulsados con la excepción de don Rodrigo, que ya había sido avisado para que interrumpiera la misa para que, con la ayuda de Dios, protegiera a Martina de los peligros y demonios a los que se enfrentaba.
Los minutos pasaron y el rostro de la chica palideció. La muerte parecía asomar, al acecho, en los ojos azules, ahora vidriosos y llenos de terror. Doña Francisca había tratado por todos los medios que Martina se encontrara lo más cómoda posible. La cama era de madera, demasiado dura, pero trajeron un nuevo colchón y la recostaron lo mejor que pudieron con los pocos medios de los que disponían.
Alguien tocó la puerta con impaciencia. El anciano doctor Prudencio y la enfermera Clara aparecieron tras la puerta. El médico pidió ver a la embarazada y palpó la barriga. La sombra de la preocupación se reflejó en su cara.
—El bebé está de nalgas. Tendremos que moverlo para que nazca.
En una situación normal le habrían practicado una cesárea, pero en el pueblo faltaban medios y el traslado a un centro médico ya estaba totalmente descartado. Ni con el Seat de don Rodrigo llegarían a tiempo. La enfermera se puso manos a la obra justo cuando el sacerdote llegó a la casa. Martina, muy alterada y con el ataque de pánico esculpido en la expresión, no cesaba de chillar. Los intentos de tranquilizarla con palabras dulces habían resultado totalmente infructuosos. La vida de la joven corría peligro de verdad.
— ¡Padre, ayúdeme! ¡La extremaunción!—. Martina, de alguna manera, era consciente de que no iba a sobrevivir al parto. No podría haberlo explicado racionalmente, pero en su interior sabía que el fin estaba muy cerca. ¡Y tan joven! Las lágrimas corrieron tiranas, sin freno.
El sacerdote la miró con mucha tristeza, la tomó de la mano, consolador, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza
El dolor iba y el parto se complicaba por momentos. El médico ordenó salir a los curiosos y solicitó más paños húmedos.
—Un esfuerzo más, querida. ¡Empuja! —exclamó el médico.
— ¡Ya no puedo hacerlo! ¡Qué pare el dolor! ¡Haga que pare! ¡Socórrame!
—¡Sí que puedes! ¡Ya casi está! Veo la cabecita, se asoma ya. Sólo falta un poquito y el sufrimiento se irá, lo prometo. — El tono macilento del cuerpo de Martina se imbuyó de color, las mejillas coloradas una última vez. Entonces escuchó el lloro infantil. Sus fuerzas se filtraron como el sudor por los poros de la piel. Cascarón vacío, último reducto del alma que también viajaría lejos, a través del cosmos.
Don Prudencio cortó el cordón umbilical y se dispuso a limpiar el cuerpito sanguino con la ayuda del barreño y manos habilidosas de Clara. El doctor se dio cuenta casi al momento: entre la parte inferior de la columna vertebral y el nacimiento de las nalgas se perfilaba la sombra de una mancha marrón tierra. No había duda, el Malleus Maleficarum lo describía la perfección. Un momento de silencio; incluso la niña calmó el llanto durante un breve instante. Luego, el médico dio unos pasos hacia atrás y levantó el dedo índice, acusador y lleno de horror:
—¡Es bruja! ¡Ha nacido bruja!
—¡Bruja! —bramaron al unísono.
Martina se sintió desfallecer. Escuchó gritos y palabras violentas, pero todo lo sentía como un lejano eco, como si hubieran tapado sus oídos. Vio la luz fundirse en la nada. De la nada, penumbra. De la penumbra, noche perpetua.
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