— ¡Al martirio, al martirio! —bramó el populacho enfervorizado. Puños alzados y expresiones desencajadas. El prisionero entró a la plaza del pueblo renqueante, tratando de ocultar el rostro con sus manos desnudas. El pueblo esperaba su llegada y no tardó en acercarse, a pesar de los esfuerzos del alguacil por mantener la calma. Las primeras piedras sisearon y golpearon al asesino en la cabeza, los brazos y el torso. El hombre gritó e intentó protegerse, mientras los funcionarios de la ley se movían para contener al vulgo. Cuando la situación pudo controlarse, arrastraron al acusado al centro de la plaza: amplia, de antigua piedra grisácea, y despojada del mercado dominical para la celebración del juicio.
Frente a la imponente sombra de la Iglesia de San Agustín, el tribunal había ordenado la construcción de un rústico tablado; arquitectura efímera dispuesta sólo en las ocasiones más extraordinarias. Toda la villa creía que un caso de asesinato tan flagrante bien lo merecía. Los miembros del tribunal esperaban sentados. El juez, con gesto sombrío, hizo entrar a la primera testigo. La madre de la joven asesinada tenía el rostro compungido de tanto llorar. Vestía un viejo atavío azabache, en consonancia con la situación de luto estricto que la tradición exigía. Relató cómo había encontrado a su primogénita, desnuda y desplomada en un charco de sangre y mierda. El cuchillo hundido en su vientre había sido suficiente para que su alma escapara de la materia. Junto al cadáver, borracho como una cuba, desmayado, yacía su asesino y violador. Él, Lucio Sículo. Patán y vago; borracho y maleante. Otro testigo, el tabernero, explicó que lo había echado de su establecimiento a patadas. La vecina de la víctima contó que había escuchado el griterío, pero que no se había atrevido a salir de la casa hasta las primeras luces de la mañana.
Lucio Sículo alegó no recordar nada: pensaba que alguien le había tendido una trampa, pero nadie lo creyó. Las evidencias eran claras y las pruebas irrefutables. Para asegurarse, no obstante, se procedió a la celebración de una segunda fase del proceso: la oralía, el Juicio de Dios. El magistrado llamó al herrero y mandó traer una lámina metálica al rojo vivo. Si el prisionero no se quemaba sería una señal de inocencia, pero si su mano se carbonizaba se demostraría la culpabilidad. Dos funcionarios cogieron al prisionero y le tomaron la mano. El hombre se debatió y gimió, pero nada evitó que la plancha de hierro candente tocara su piel. El humo y el sonido sibilante del tejido humano al arder no se amortiguó con el chillido desgarrador del acusado. El juez se levantó:
—En nombre de su majestad, don Alfonso, nuestro rey, y con los poderes que me han sido concedidos: declaro al acusado culpable de la violación y del asesinato de María Menéndez, la hija del molinero. Hoy, en el día cinco del mes de junio de mil doscientos cincuenta y seis, sois condenado a la pena capital; a la muerte lenta, en las cuevas aledañas de Vilforado. ¡Llevároslo! —. Las piedras volvieron a volar y cayeron sobre Lucio. El prisionero se desplomó inconsciente. No se percató de cómo lo trasladaban por el misterioso y nemoroso bosque que rodeaba el pueblo. Tampoco de cómo, aprovechando la ausencia de la bestia, fue introducido en la caverna.
El condenado despertó horas después entre alaridos de terror. Se sintió desorientado, perdido en una oscuridad insondable. El cuerpo le dolía y la piel abrasada de la mano escocía y hedía a quemado. La sangre seca se mezclaba con la suciedad de sus ropas, convertidas en andrajos y jirones deshilachados. Escuchó el sonido de las gotas de agua filtrándose por vericuetos de rocas ancestrales. Tímidas hebras de luz serpenteaban entre las heridas de la piedra, sin apenas iluminar los contornos.
Lucio Sículo comprobó las ataduras de las manos y palpo el suelo en busca de algún objeto que pudiera utilizar para librarse de ellas. Huesos de extremidades y cráneos animales; inmundicia y barro; excrementos y trozos de carne putrefacta. Se arrastró por entre los desperdicios como una culebra, con esfuerzo, palpándolo todo con los dedos de su mano sana. La superficie de un guijarro picado le sirvió para empezar a roer la cuerda, lenta, inexorablemente. Casi lo había conseguido cuando, de pronto, un gruñido escalofriante retumbó amplificado por el eco. El miedo lo paralizó y sintió el sudor frío acariciando su piel, descenso helado que le puso el vello de punta. Escuchó pasos lejanos y supo que la bestia se acercaba.
La cuerda se desprendió por fin de las muñecas y la sangre volvió a circular. Se mantuvo en silencio durante unos segundos, escuchando atentamente. Nada, sólo el rumor de gotas resbaladizas. Caminó a ciegas, con los brazos extendidos, tratando de no tropezar. La negrura se había adueñado de la cueva. Solo veía las siluetas vagas de colmillos afilados; estalagmitas y estalactitas que formaban dentaduras cadavéricas. Ni siquiera sabía si se encontraba más cerca de la salida o si se estaba adentrando en las profundidades de la tierra. Siguió adelante y pronto se dio de bruces con una encrucijada: dos caminos, misma oscuridad. Lucio eligió al azar la vía de la izquierda y avanzó prudentemente. Creyó escuchar un sonido a su espalda y se dio la vuelta. Manoteó al aire, sin saber muy bien lo que iba a encontrarse. La nada otra vez. Quizá solamente una piedra que se había desprendido de la pared. Continuó. Un paso, otro. Más bifurcaciones laberínticas.
Completamente desorientado, el prisionero se contentó con la persistencia. Todo siguió igual durante una o dos horas más. Sendas sinuosas se abrieron para conectar con pasadizos lánguidos que llevaban a otros caminos. Ad infinitum. Durante ese deambular monótono y desapasionado de letanía, Lucio Sículo se vio sorprendido cuando su pie derecho quedó aprisionado en un agujero. Maldijo en silencio y luego a viva voz. A pesar del dolor que le provocaba la mano carbonizada, sujetó su pierna y tiró con todas las fuerzas que pudo reunir. Nada ocurrió. Y fue entonces cuando oyó el rugido atronador del monstruo pardo, en un punto indeterminado pero no lejano. Notó la rigidez de su cuerpo, acongojado por el miedo durante un breve lapso de tiempo. A continuación, la energía de la adrenalina y el instinto de supervivencia fluyeron descontrolados. Tiró de la pierna frenéticamente, sin resultados. Los pasos del animal ya se percibían más cerca. Siguió intentándolo, cada vez más desesperado. Se sentó y tiró de nuevo, con el rostro coloreado por el esfuerzo. El sonido de las garras de la bestia al arañar la piedra se escuchaba nítidamente. Fue en ese momento cuando el pie salió de su prisión.
Sin tiempo para saborear la victoria, el prisionero huyó de la muerte como el diablo del paraíso celestial. Corrió sin un segundo de pausa. Notó el aliento del gran oso cerca, el traqueteo de sus pisadas lamiéndole la espalda. Y allí, al fondo, Lucio Sículo vio una luz, ¿la luz de la salida? Una chispa de esperanza resurgió en su interior y le dio fuerzas para continuar corriendo. Efectivamente, allí se erguía la boca de la cueva. Tan cerca, tan lejos.
Sintió un fuerte desgarro en la pierna derecha y vio cómo la gran bestia masticaba su carne. El líquido carmesí caía por las comisuras del hocico y teñía de rojo su pelaje. Lucio Sículo se arrastró cual lombriz, en un intento desesperado por escapar de la muerte. El oso lo miró con aquellos ojos de profundidad infinita. Rugió de nuevo y el brazo derecho se desgajó del tronco como si fuera el de una muñeca de trapo. La muerte parda devoraba la extremidad en sus fauces y Lucio, aunque moribundo, prosiguió su camino hacia la salida. La luz de la luna bañaba ya lo que quedaba de sus despojos. Sintió el viento en su cara, las gotas de lluvia mojándole el cabello. Mientras tanto, la bestia escupió los huesos con restos de carne incrustados. El animal, inclemente, enseñó los colmillos y agarró la pierna izquierda de su víctima. El cuerpo de Lucio Sículo, ya parcialmente en el exterior, fue engullido por la cueva una última vez.
No perdió el conocimiento en ningún momento de su agonía. El hombre fue arrastrado hacia el corazón de la gruta, y durante horas abandonado a su suerte. El último hálito de vida se escurrió del cuerpo muchas horas después. Lucio Sículo fue testigo de cómo el oso lo saboreaba. Y al final; silencio, nada, olvido. La condena se había cumplido según lo previsto por el tribunal.
anairuete@yahoo.es
Una breve historia entretenida y muy bien escrita.
Borja Ruete
¡Muchas gracias!
Silvia
Hermoso cuento y muy buen relatado; casi he llegado a sentir el olor a miedo del pobre desgraciado
Recordé la magnífica obra de Marcos Aguinis, «La gesta del marrano» que si no has leído te la recomiendo fervorosamente
Silvia Ruete , de Argentina
Borja Ruete
¡Mil gracias! Me alegro de que te haya gustado.
¡Un saludo desde España!
Borja
Josean
Muy bien Borja , a seguir dándole al majín