Me miran. Todos me miran. Paso por los pasillos y veo los rostros de los antepasados grabados en pintura para la eternidad. Sus ojos escrutan en la misma dirección, pero cuando me doy la vuelta, siento su aliento en la nuca. Generaciones de la familia adornan las estancias del viejo palacete, un edificio ancestral, picado por la acción del tiempo, que ha pertenecido a mi linaje desde épocas remotas.

Nunca conocí a mis padres biológicos. Nunca conocí a mis abuelos. Nací y viví lejos de los lujos, abandonado por mi condición de bastardo, o eso me contaron cuando cumplí la edad para comprender. Tampoco puede decirse que mi infancia fuera dura. Tuve la suerte de ser adoptado por una pareja maravillosa, sin mucho dinero, pero con el amor y el cuidado necesario para proporcionarme una juventud feliz.

Todo cambió cuando cumplí los cuarenta. Sonó el teléfono una tarde lluviosa, encapotada por nubes azabaches que presagiaban toda clase de males: «Soy el abogado de la familia Aureliano, me gustaría reunirme contigo», me informó.

Al día siguiente, quedamos en una cafetería. El abogado me informó de que mis padres biológicos habían fallecido en extrañas circunstancias y que por herencia me correspondía el Palacio Aureliano y todas las posesiones que había entre sus paredes. Estupefacto, me enteré de mis orígenes y recibí las llaves de la propiedad, situada a las afueras de Madrid, en la nada.

Dejé a mi mujer y a mi hijo en casa, sin contarles nada todavía. Les dije que me iría por trabajo unos días, así que cogí el coche sin despertar sospechas. Circulé intranquilo, nervioso por la visita a un palacio que me había sido legado de improviso. Los bosques yermos cubrieron la vista con su espeso color otoñal. El camino, sinuoso, se mantuvo monótono durante unos minutos que se me hicieron eternos, hasta que el contorno de la roca fantasmal se dibujó ante mis ojos.

Roído por los años, el Palacio Aureliano se erigía imperturbable, a sabiendas de que seguiría ahí mucho tiempo más allá de mi muerte y de la de mi hijo. Abrí la puerta principal con la antigua llave de hierro oxidada. Chasqueó y los engranajes se movieron fatigosos. A continuación, las paredes retumbaron cuando cerré el portón de un golpe.

Entonces los vi. Los rostros, el pasillo. Un escalofrío recorrió mis entrañas y noté cómo mis vísceras se aflojaban. Las luces no funcionaban, pero alumbré el camino con la linterna del teléfono. Allí estaban, mis antepasados, con sus globos oculares fijos a mi paso.

Atravesé el comedor, que tenía los cubiertos de oro gélido dispuestos en la mesa, como si alguien fuera a darse un fastuoso banquete en los siguientes minutos. Pero no había nadie allí, ningún alimento que degustar. En pocos segundos, llegué a la biblioteca, una biblioteca sin libros. Mejor dicho, una biblioteca con un libro. La Maldición de los Aureliano. Lo tomé entre mis manos, con una mezcla de curiosidad y terror. En sus páginas no había escrita ni una sola letra, solo imágenes de cuadros antiguos, los rostros de mis ancestros. Cientos de caras, cientos de miradas y muchas páginas en blanco.

Sentí un miedo paralizante. Me quedé inmóvil y escuché los chasquidos de la casa, cuyos revestimientos de madera crujían sin descanso. No sé cuánto tiempo permanecí en estado de shock, pero de pronto, supe que tenía que marcharme de ese lugar. Salí corriendo y regresé al punto de partida, al corredor que daba a la entrada donde todos los cuadros observaban. Volvieron las miradas, los siseos, las voces que ametrallaban mi cerebro.

Alumbré con el móvil los rostros imperturbables y algo llamó mi atención. Unas facciones, las de Máximo Aureliano, nacido en 1630 y muerto en 1670. «Estoy delirando, he perdido la cordura», pensé en voz alta. El hombre que me devolvía la mirada no era otro que el abogado que me había visitado días atrás. ¡Imposible!

Corrí y corrí, pero cuando por fin alcancé el portón, este no se movió ni un centímetro. A continuación, escuché voces escalofriantes y multitud de manos fantasmagóricas me tocaron con fruición. Me costaba respirar, los dedos blanquecinos apretaron mi garganta y sentí cómo la vida escapaba del cuerpo. Todo acabó en cuestión de segundos. Sin oxígeno, la cáscara que había albergado mi alma se desplomó secamente contra el suelo.

Y aquí estoy yo, observando desde la pared, a la espera de que otro de los nuestros ponga los pies en el palacio.

Miguel Aureliano (nacido en 1976 y muerto en 2016).