Y yo, sin embargo, nunca viajaré allí.
Nunca podré escapar de este mundo de oscuridad…
Aurum se erigía sobre una cima montañosa a unos kilómetros de Numara, la capital del Reino. Era un pueblo inhóspito al abrazo de la naturaleza. Árboles frescos se embebían de los licores de las tierras fértiles, allá donde las raíces recorrían su imparable descenso a las profundidades del mundo. Los edificios estaban construidos en madera y piedra. Tenían el techo bajo, protegido por robustas tejas de color rojo desgastado. Por dentro eran igual de sencillas, aunque todos los aldeanos poseían ardientes chimeneas para guarecerse de las inclemencias meteorológicas.
Los cincuenta y dos habitantes del poblado vivían de la minería. Todos los vecinos, excepto los más ancianos y los niños, dirigían sus pasos de buena mañana a las minas para extraer las valiosas alhajas que luego vendían en la capital. Reunir los metales nobles requería tiempo. Normalmente se hacían tan solo dos entregas al año, las suficientes como para que la gente sobreviviera con tres comidas diarias y cierta comodidad en sus casas.
Por desgracia, ojos codiciosos se habían fijado en las riquezas que yacían bajo la montaña. Ávidos de oro y de piedras rutilantes, algunos bandidos habían irrumpido en el poblado, amenazado de muerte a los mineros y robado cuanto contenían sus descosidas bolsas. El alcalde, un hombre bigotudo y bonachón, se había visto obligado a contratar a mercenarios profesionales para defender a los habitantes.
Los rudos guerreros llevaban ya unas semanas peinando la zona. Entre ellos se encontraba Kaim Argonar, un muchacho que aparentaba poco más de veinticinco años, lucía melena por debajo de los hombros y cargaba una enorme espada sobre la espalda. Era silencioso y reservado, poco dado a la sonrisa, pero siempre amable con las gentes del pueblo. Quizá por eso se había ganado las simpatías de varios aldeanos que lo invitaban a comer cuando no estaba de servicio.
El resto de mercenarios era harina de otro costal. Se movían en grupo, cuchicheaban, bebían hasta la borrachera, jugaban a los dados en la taberna y miraban con ojos libidinosos a las muchachas. Kaim vivía al margen de todo eso, casi como un fantasma. En realidad detestaba a esos hombres y desconfiaba de ellos. Los había observado atentamente y tenía la corazonada de que guardaban algo turbio en sus mentes depravadas.
Ese día tenían que escoltar un vehículo cargado de material. No iba a ser tarea sencilla: el invierno había llegado repentinamente y los copos habían caído formando gruesas capas níveas. El viento aullaba con estridencia, aliado con un frío que penetraba hasta lo más hondo de las entrañas.
Los mineros cargaron los sacos de oro bajo la lupa de la compañía de mercenarios. A Kaim no se le pasaron por alto las miradas que se dirigían. Había visto gestos cómplices por parte de sus compañeros de armas, pero supuso que eran imaginaciones suyas. Desterró las dudas de su mente y se concentró en el trabajo.
Ojoagudo, el líder de la compañía, lo llamó para que le ayudara a cargar algunos sacos en el transporte. Kaim tomó una pesada bolsa con ambas manos y no se dio cuenta de que uno de los mercenarios se colocaba a su espalda. Altivio portaba en su mano una enorme roca. Sin previo aviso, la descargó contra la nuca de Kaim, que se derrumbó bañando la nieve en sangre. En unos segundos la banda de mercenarios maniató al guerrero, detuvo a todos los mineros y se hizo con el control del transporte.
Pocos minutos después regresaron al pueblo con Kaim y el resto de hombres y mujeres capturados como rehenes. El pueblo los recibió atónito y fue subyugado sin apenas resistencia. Ojoagudo pasó por la espada al alcalde y ordenó que encerraran a Kaim en el ayuntamiento.
Transcurrió un año y medio de espantoso cautiverio. Kaim Argonar abrió los ojos dolorido. Se encontraba atado de pies y manos, con los brazos alzados en forma de “v” y amarrados a una vieja viga mediante dura cuerda trenzada. Estaba semidesnudo y tenía rastros de sangre y hematomas por todo el cuerpo. El cabello le caía largo, sucio y enmarañado hasta más abajo de media espalda. La garganta le ardía por la falta de agua y el cansancio le hacía ver doble.
Su carcelero le abofeteó con fuerza y tensó los labios en una sonrisa taimada. Como todos los días a las nueve de la mañana, Ojoagudo acudía con sus cuchillos bien afilados. Se acercó al oído derecho de Kaim y le susurró palabras de tormento. Tomó uno de ellos entre sus mugrientas manos y pasó el gélido filo por la piel del hombre, suave primero, como un incómodo cosquilleo. Después, pinchó el vientre y la sangre manó en lágrimas escarlata. Jugueteó con el acero riendo entre dientes mientras Kaim se revolvía inútilmente. Rugió de dolor cuando sintió que el duro metal penetraba en su cuerpo de nuevo. Apretó los dientes sin apartar la mirada del mercenario.
—Bien, bien, bien. ¿Cómo quieres morir hoy, Kaim? ¿Un corte en el cuello? ¿Te abro las tripas? ¿O quizá prefieres que te rompa la espalda?—. El guerrero respondió lanzándole un escupitajo en la cara. La sonrisa pérfida de Ojoagudo se desvaneció al instante. Se llevó la mano al costado y sacó la espada de la vaina. Apuntó al bajo vientre, subió unos centímetros y traspasó el cuerpo de Kaim de lado a lado. Disfrutó con fruición del sonido de los huesos al quebrarse, de los ojos del maltrecho soldado saliendo de sus órbitas. Tiró de la empuñadura y el acero salió dejando un reguero de sangre y los intestinos medio desparramados.
El joven agonizaba con la respiración entrecortada. En pocas horas expiraría su último aliento y unos minutos después volvería a la vida, pues ese era el milagro y la condena de Kaim Argonar.
Pereció al mediodía entre espasmos angustiosos. Resucitó media hora después. Las heridas habían desaparecido sin dejar rastro, ninguna cicatriz zigzagueaba por el antes maltrecho torso. Bien lo sabía Ojoagudo, que a las noches volvía para atormentar el cuerpo y el espíritu de Kaim. A la luz de las velas, en ese mismo habitáculo de miseria y podredumbre, las cuchillas continuarían danzando, rasgando y cortando tiras de piel. Era su diversión macabra, una tortura que duraba desde que el sol caía hasta que volvía a asomar entre las montañas.
Pasaron horas eternas. El astro rey debió de haberse escondido, porque el portón se abrió súbitamente con un fortísimo estruendo. La figura grotesca de Ojoagudo se dibujó en el umbral: rostro cetrino y áspero; nariz ganchuda y ligeramente desviada hacia la derecha; labios gruesos y dientes podridos; barba de varios días y mueca sarcástica. Hedía a alcohol y a sexo.
—Buenas noches, Kaim. Tenía ganas de mear y no he podido resistirme a utilizar estas maravillosas letrinas—se acercó tambaleante y orinó sin ningún pudor a los pies del prisionero. El licor le había afectado más de la cuenta, Kaim lo detectó al instante. Ojoagudo manipuló torpemente el cordel de su pantalón e intentó anudárselo correctamente. El caballero inmortal lo notó tan cerca que pudo oler hasta su apestoso aliento. El mercenario seguía con la mirada baja, peleándose con las cintas y casi cabeza con cabeza con Kaim. Tan concentrado estaba en su tarea que no lo vio venir: el guerrero tomó impulso y golpeó con su testa la cabeza del borracho mercenario. Un espantoso crujido resonó por toda la sala. Ojoagudo bailó como un títere antes de desplomarse entre terribles espasmos. Un penetrante olor a heces se abrió camino hasta las fosas nasales de Kaim, que torció la nariz con asco.
Cerró los párpados y se concentró unos segundos: el hechizo antimagia se había evaporado, lo que confirmaba que Ojoagudo ya no estaba entre los vivos. Kaim concentró su poder y sintió un calor hormigueante y revitalizador. De sus dedos brotó un poder intenso en forma de flama ígnea que consumió la cuerda de sus muñecas y la convirtió en hebras sueltas y carbonizadas. Con las manos libres de sus ligaduras, el guerrero se agachó y se deshizo de las ataduras de los pies.
Cayó de rodillas, sin aliento. Con el cuerpo dolorido y maltrecho, pensó fríamente en sus siguientes pasos. Se acercó al cadáver de Ojoagudo, que había expirado con un rictus de incredulidad en el rostro. Recuperó su espada de la vaina del mercenario y trató de limpiar la sangre, su propia sangre. Cogió también la armadura, que descansaba tirada en un rincón.
El edificio del ayuntamiento era el más grande del pueblo y funcionaba como templo religioso también. Se encontraba en lo que antes había sido una bodega de vinos refinados construida para las negociaciones comerciales en un pasado muy remoto. Abrió la puerta y subió por unas escaleras de caracol escarpadas y resbaladizas. Escuchó voces cercanas, gritos. Con la espada enarbolada, llegó a la puerta que daba a una habitación elegantemente decorada, aunque lucía sucia y poco cuidada. Seguramente era el despacho del alcalde.
Se asomó y entrevió a Commodus y Vermoth riendo entre chanzas mientras Alexander estiraba del cabello a una muchacha desnuda de torso para arriba. La chica chillaba y se resistía inútilmente, al tiempo que Commodus hurgaba por debajo de las faldas. Kaim sintió repugnancia y no se lo pensó dos veces. Como un demonio ensangrentado, con la larguísima melena hondeando, blandió su acero y la cabeza de Commodus rodó por el suelo. La sangre manó como una fuente empapando el cuerpo de la chica y el rostro de Kaim. Los dos compañeros mercenarios lo miraron incrédulos durante una fracción de segundo y luego sacaron sus espadas.
— ¡Pagarás por esto!
—No hay hechizo ni espada que me pueda matar; no perezco ante el paso del tiempo y soy uno con la eternidad, puesto que estoy condenado a vivir hasta el final de todas las eras. Vosotros estáis libres de ese castigo, así que hoy voy a dar descanso a vuestras almas impuras.
Vermoth se lanzó al ataque y chocó su metal contra el de Kaim. El soldado inmortal tanteó las defensas de su adversario y atisbó que su armadura estaba desabrochada por los laterales. Eso le enfureció aún más, porque los tres hombres pretendían abusar de Lucilla, la muchacha que ahora los miraba llorosa y que seguramente había sufrido más violaciones a lo largo de estos meses. Alexander tampoco se quedó quieto. Abrazó a Lucilla por la espalda y le puso la espada en el cuello.
—Si no nos dejas ir la mataré aquí mismo—anunció ufano—. Kaim contuvo la respiración y bajó los hombros. Lo que el mercenario no se esperaba es que la muchacha le mordiera la mano con todas sus fuerzas. Alexander gimió y soltó la espada, momento que el inmortal aprovechó para conjurar sus poderes arcanos, apuntar al pecho del mercenario y golpearlo con un intenso rayo de luz que perforó la carne y los huesos. Con un movimiento de destreza, se dio la vuelta y rasgó el cuello de Vermoth, que cayó entre balbuceos gorjeantes, con las manos inútilmente anudadas sobre la herida. Murió en pocos segundos.
Lucilla abrazó a Kaim entre lágrimas y con la voz entrecortada. El guerrero la consoló como pudo y preguntó por el destino del resto de los habitantes.
—Los mercenarios están en la taberna. Tienen a algunas mujeres encerradas en casa de don Sopto como rehenes. Les hacen…cosas horribles. Han matado a los ancianos y a los jóvenes los mandan a la mina—Kaim se encogió y apretó los puños con ira.
Llegó a las inmediaciones de la vivienda de don Sopto y se acercó sigilosamente. Miró por la ventana a hurtadillas. Contó dos o tres mercenarios y los vio jugando a los dados. Las muchachas, jóvenes todas ellas, estaban atadas de pies y manos. Escuchó las risas y las chanzas, las palabras malsonantes y los eructos. Empujó la ventana con las dos manos y la abrió sigilosamente. Concentró el poder mágico en sus dedos, una habilidad que había obtenido de un viejo hechicero que lo había acompañado en sus aventuras y trapisondas durante los dos años anteriores.
Los hombres se sintieron cansados de pronto. La cabeza del primer mercenario se desplomó sobre la mesa. Enseguida le siguieron los demás. En silencio, el caballero entró en la vivienda y soltó a las muchachas. Le dijeron que los mercenarios las mantenían como rehenes para que los mineros continuaran con su trabajo diario. Si se atrevían a escapar para advertir a la guardia de la reina Ming de los crímenes que se estaban perpetrando en el pueblo, ellas serían las primeras en sucumbir.
Pasaron unos minutos hasta que Kaim decidió acabar el trabajo y dirigir sus pasos a la taberna. Justo en ese momento aparecieron los mineros deslomados y con la cabeza baja. El ánimo les cambió instantáneamente cuando descubrieron que en su ausencia el guerrero había desencadenado una ira vengativa sin igual. Las mujeres se encargaron de atar de pies y manos y amordazar a sus antiguos carceleros. Cuando el inmortal se marchó a cumplir con su último cometido no hizo ningún intento de evitar el destino que esperaba a los mercenarios. Algunos sostenían herramientas de minería que pronto servirían para otros propósitos. Dejó la vivienda de don Sopto después de escuchar los primeros gritos.
Kaim abrió la puerta de la taberna de una patada. Los cinco guerreros lo miraron incrédulos, sin reaccionar al principio. Luego, con los ojos inyectados en sangre y la larga barba azabache goteando cerveza, Altivio sacó de la funda su hacha de guerra y se lanzó contra el inmortal. El resto lo imitó. La ferocidad del combate hizo rechinar espadas y escudos. Los muebles se astillaron, las paredes sufrieron desperfectos y pronto se colorearon de rojo.
Altivio hirió a Kaim en el hombro y a punto estuvo de rebanarle la cabeza, pero tuvo la malísima suerte de tropezar con un cadáver. En su caída trató de agarrarse a una lámpara que decoraba e iluminaba la estancia. Como en cámara lenta, los guerreros observaron cómo el farol se acercaba a las cortinas raídas. Prendieron inmediatamente. De la tela pasó a los muebles, de los muebles a las vigas, de las vigas al tejado. Parte del techo se derrumbó bajo la puerta principal, bloqueando la única salida. Altivio lloriqueó intentando levantarse. Los demás ya no hacían caso a Kaim y buscaban una vía de escape. El inmortal se agachó y tomó la garganta del mercenario entre sus manos. Apretó con fuerza y no la soltó hasta que sintió la vida escapar de la carne.
Las llamas devoraron el edificio hasta los cimientos con una violencia salvaje, como si la propia naturaleza se hubiera conjurado para que ocurriera. En el interior, los mercenarios restantes intentaban buscar inútilmente una vía de escape, pero las llamas estaban por todas partes. El fuego lamió los pies de los guerreros y los gritos se agudizaron hasta perderse con la muerte. Mientras tanto, Kaim se vio rodeado por la masa ardiente, se dejó abrazar por su calor, la sintió entre los dedos, en el rostro, en la espalda. Dolor penetrante, agudo. El músculo se derritió, la piel se desprendió en tiras, el esqueleto asomó por entre las vísceras. El cuerpo mudó sus formas, se retorció en angustia, se tornó ceniza.
El maltratado pueblo observó el destino de Kaim y de los mercenarios desde fuera. Lloraron la muerte de su salvador y erigieron una estatua y una tumba en su honor. Así, pasaron los años, los siglos. El recuerdo se mantuvo incorrupto y el poblado se recuperó. A los pies de la estatua una niña tiraba de las faldas de su madre para llamar su atención: había visto algo fascinante.
—¡Mamá, mamá, mira! ¡Es Kaim, está allí!
—Hay que ver la imaginación que tienes, Lavinia. Está mal decir mentiras.
—¡No es mentira, lo juro!
—A ver si te voy a castigar…
—¡Pero mamá!—lloriqueó moqueando.
Kaim sonrió desde su escondrijo. Allá, detrás de un frondoso castaño.
Deja una respuesta