Observé los caminos que se abrían ante mí, las bifurcaciones que serpenteaban hacia vías inexploradas. Escuché el rumiar de las voces que se entreveraban en mi mente, aquellas que me indicaban a dónde tenía que ir. Lo hacían de forma contradictoria, iluminando los senderos sinápticos con luces de colores brillantes.

No eran más que distintas manifestaciones de mis yoes gritando al unísono, en sintonía: la voz del ego, la de la autoestima, la de la conciencia, la de los buenos y los malos sentimientos. Juntas y a la vez separadas, convincentes pero merifluas y sibilinas.

Son ellas las que nos señalan lo que somos, lo que queremos ser y lo que tal vez nunca seamos. Y es una de esas la que me traiciona, la que me insta a que la acompañe para conducirme por los caminos del edén. Me susurra al oído y acalla otras voces; las hace suyas y me hace suya. Mastica y tritura el alma, lo hace añicos, y cuando ya no queda nada por digerir, ríe entre dientes para revelar sus verdaderas intenciones: quiere que no sea yo.