La gente se apretuja a las mañanas, corre escaleras abajo y se enfada en silencio o a viva voz. Con los móviles en las manos y las miradas fijas en la pantalla, las personas anónimas vagan como autómatas. Los que van acompañados intercambian alguna que otra palabra, que se pierde entre las voces cruzadas.
En esa estación, en cualquier estación, yo soy uno más, otro viajero que sube al tren y que se dirige a un destino incierto. Entro en el vagón después de que unos desconocidos salgan. Las almas impacientes se internan en el interior nada más abrirse las puertas. Me agarro como puedo, agobiado por el calor de decenas de cuerpos constreñidos. El traqueteo retumbante se mezcla con las palabras, que chocan como dos trenes de alta velocidad. Unos pasajeros dormitan; otros escuchan música en silencio; algunos, incluso, lo hacen para todos los pasajeros, porque total, ¿a quién le importa que no usen cascos?
Hay una pareja de ancianos que no encuentra sitio para sentarse, pero después de unas cuantas paradas, alguien cede su lugar. Se posiciona junto a las puertas, justo cuando entran los músicos, que tocan su canción en una atmósfera de total indiferencia. La misma que se produce cuando alguien pide limosna, pues la generosidad tiene un límite y la desconfianza ha plantado su semilla.
«Próxima estación, Príncipe Pío», anuncia una voz pregrabada. Pulso el botón y salto al océano, me convierto en otro pez de los infinitos mares, en uno más, sin nombre ni personalidad.
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