Moro entre el azul del cielo y del océano, al calor del sol y bajo la gélida noche estrellada. Escucho el rugir del viento, el crepitar de las ramas al quebrarse, el graznido avieso de una gaviota argéntea. Veo pasar los años, las décadas y los siglos encaramada sobre peces y plantas marinas, pero ¡ay, madre naturaleza!, ¿de verdad estoy prisionera en el tiempo y el espacio? ¿Es cierto que no voy a poder escapar de la cárcel de mi cuerpo de piedra?

Siento la mirada incisiva de todo tipo de criaturas, que me observan y me creen inmutable, mas harían bien en saber que los ojos son un sentido fácil de engañar. Las aves se posan en mi duro lomo, convencidas de que jamás perderán su lugar favorito de descanso. No se dan cuenta de que cada vez me hago más bajita, más enclenque, más poquita cosa.

Soy, se puede decir, criatura de dos mundos, como la sirena. De la tierra y del mar, mitad y mitad, parte en la superficie, parte sumergida en cristal líquido salado. Y mientras tanto, el tiempo no se ha detenido, me ha mordido y desgastado sin piedad, porque yo, aunque dura, estoy condenada a desaparecer. Mejor dicho, a fusionarme con otros sedimentos.

La espuma de las olas toca mi cuerpo, lo acaricia, lo erosiona, lo devora lenta e inexorablemente, sin descanso. Poco a poco me torno más chiquitina, me convierto en arena polvorosa, como lo fui en un pasado remoto. He pasado a formar parte del mismo océano que me engendró: nací arena, he muerto arena y tal vez renazca como roca.