Los últimos años de la República romana se caracterizaron por la inestabilidad, las luchas intestinas por el poder y el desgaste progresivo de las instituciones que durante muchos años habían regido el sistema de gobierno. Sin embargo, no hay que olvidar que dichas instituciones no se mantuvieron inamovibles, puesto que el pueblo romano evolucionó desde una monarquía hasta la república incipiente, cuya madurez llegó mucho tiempo después.
Aunque en sus orígenes Roma era un pueblo dedicado sobre todo a la agricultura y ganadería, y pese a que ese ideal se mantuvo también en época imperial, la influencia de otros pueblos—especialmente del etrusco—, la apertura de Roma al comercio exterior y sus numerosas campañas bélicas favorecieron la conquista de nuevos territorios. De este modo, las clases más pudientes se hicieron más ricas gracias a las nuevas tierras que pasaban a engrosar como parte de su patrimonio—o más bien, recibían el derecho a explotarlas, porque teóricamente seguían perteneciendo al Estado—.
Cayo Mario fue un personaje relevante en el atardecer de la República. Su origen humilde—nació en Arpino, como Marco Tulio Cicerón—no impidió que fuera considerado como el tercer fundador de Roma y que alcanzase el número de siete consulados antes de su repentina muerte, pasados los setenta años. Fue, además, la persona responsable de que los plebeyos pudieran acceder al ejército, que desde antiguo estaba restringido a las clases más altas.
Mientras Mario controlaba las riendas del poder, una figura prominente surgió de entre los patricios: Lucio Cornelio Sila. Acusado de afeminado e incluso de amores homosexuales, lo cierto es que pese a todas las habladurías su ascenso fue meteórico. Los desequilibrios entre optimates y plebeyos desembocaron en una cruenta guerra civil que enfrentó a los partidos de Mario y de Sila. La batalla culminó en una matanza dentro de la misma Roma, después de que Cina—defensor de los optimates—ordenara asesinar a los partidarios de Mario. Sea como fuere, Sila se labró su ascenso hasta que el Senado le concedió la dictadura. Las vicisitudes y tensiones se contuvieron mediante la firmeza militar, lo que no quiere decir que se solucionaran en absoluto. No resulta extraño, por tanto, que tras la abdicación de Lucio Cornelio, los conflictos que habían permanecido vedados y silenciados durante su mandato se desbordaran en ese momento con nuevas conjuraciones, la revuelta de Sertorio en Hispania o la revolución de los esclavos comandada por Espartaco.
El texto analizado pertenece a la primera obra de Cayo Salustio Crispo, que nació unos años después del fin de la dictadura de Sila. El origen plebeyo del autor encajaba con sus simpatías por el partido de los populares. Era contemporáneo—años más joven—que Cayo Julio César y Marco Tulio Cicerón. La República se encontraba en esos momentos a punto de iniciar su tránsito hacia la época imperial. De hecho, el propio César se erigió como dictator perpetuus (vitalicio), como una especie de rex camuflado. Sin embargo, y a diferencia de su sucesor—Octavio Augusto—, que sí supo disfrazar sus poderes imperiales con visajes republicanos, no ocultó como es debido su condición de emperador encubierto. Es por ello que Roma, extraordinariamente contraria a la monarquía, reunió a los conspiradores que acabaron con la vida de César. Las míticas palabras que se le atribuyen al dictador antes de morir—«Et tu, Bruté»—son una dramatización de William Shakespeare, que a su vez, estaba basada en los escritos de Suetonio.
Años antes de estos acontecimientos, Marco Tulio Cicerón fue elegido cónsul. Quinto Curio—a través de su amante Fluvia Nobilaris—alertó a Cicerón de una conspiración a gran escala organizada por un grupo de populares, que estaban liderados por Lucio Sergio Catilina. Tal y como refleja el trabajo de la escritora Collen Cullough— por la que recibió el doctorado honorario en historia—, Catilina pretendió cancelar las deudas de las clases bajas y organizó otros movimientos populistas y una revuelta militar. Para aplacarla, el Senado otorgó a Cicerón el Senatus consultum ultimum, una herramienta que dotaba a los magistrados de poderes especiales cuando la República estaba seriamente amenazada. De esta forma, las intrigas de Catilina fueron descubiertas y aplastadas. El propio conspirador murió y su cabeza fue llevada a Roma como prueba de su fallecimiento.
En esta época vivió Salustio, una era en la que tres clases estaban en pleno conflicto: la nobleza, los caballeros y la plebe. Salustio, además de escritor e historiador, fue un político simpatizante del partido de los populares y de Julio César. Como otros romanos, valoraba los valores tradicionales y demonizaba la degeneración que, a su juicio, se había producido debido a la bonanza económica y a la paz. La nobleza, depositaria de todos esos beneficios, estaba más preocupada de las intrigas y del dinero que se olvidó de todo lo demás. Mientras tanto, los más humildes trabajan los campos, pero como Roma se había expandido tanto, muchos cereales eran importados de las provincias y Roma quedó huérfana de arquitectura.
Salustio acusó a la ciudadanía romana de estar enajenada, pues a pesar de los múltiples avisos de que la locura de Catilina estaba en marcha, pocos alzaron la voz para pararla. La plebe, enfervorizada y con el deseo de que estallara la revolución, apoyó las políticas populistas de Catilina:
«Hasta aquí no hacía sino obrar como suele. Pues en una sociedad los que no tienen bienes ningunos miran siempre con malos ojos a los bien situados, ensalzan a los canallas, detestan la tradición, anhelan lo novedoso, por odio a cómo van sus cosas se inclinan a cambiarlo todo, se alimentan sin cuidado de perturbaciones y revueltas, puesto que la pobreza se conserva fácilmente, ya que nada se pierde».
La crítica es ácida y se extiende a buena parte de la sociedad romana, que está alejada de la tradición. El ciudadano no se preocupa ya por el conjunto, sino por uno mismo. “No hay que extrañarse de que hombres sin oficio ni beneficio” sólo se preocupen de sus propios intereses. “Además, aquellos cuyos padres habían sido proscritos por la victoria de Sila, arrebatado los bienes o disminuido los derechos civiles, esperaban con ánimo no muy diferente los resultados de la guerra”.
En el fondo, el conflicto económico y político nunca dejó de estar presente en la República. Unos plebeyos, los que sí tenían recursos económicos—artesanos o comerciantes, por ejemplo—, querían más poder político; los más desfavorecidos, los populares que trabajan los campos, necesitaban más recursos para subsistir.
Bibliografía
- Arribas, Mª Luisa; Carrasco, Leticia; Moreno, Antonio (Coord.). (2008) : Cultura Grecolatina: Roma (I). Ed. UNED unidad didáctica, Madrid.
- McCullough, Colleen (1999): Las Mujeres del César. Ed. Planeta. Barcelona. Traducción: Sofía Coca y Roger Vázquez
- Salustio, Conjuración de Catilina, 36, 4 – 37 (Traducción de Bartolomé
Segura Ramos, ed. Gredos.
Texto comentado:
“En aquella ocasión más que en otra alguna me pareció a mí el imperio
del pueblo romano extraordinariamente miserable. Porque, siendo así
que todo el mundo de Oriente a Occidente, dominado por sus armas, le
obedecía y abundaban en casa la paz y las riquezas, que los mortales
consideran lo primero, hubo ciudadanos, con todo, que se lanzaron
obstinadamente a destruir el Estado y a sí mismos. Pues en respuesta a
los dos decretos del senado ni un solo hombre entre tanta gente habí
denunciado la conjura inducido por la recompensa, ni entre todos los
del campamento de Catilina había desertado nadie: tanta fuerza tenía
la enfermedad, una peste por así llamarla, que se había apoderado de
la mayor parte de la ciudadanía.
Y no solo estaban enajenados aquéllos que eran cómplices de la
conjuración, sino que en general la plebe toda por el ansia de
revolución secundaba los planes de Catilina. Hasta aquí no hacía sino
obrar como suele. Pues en una sociedad los que no tienen bienes
ningunos miran siempre con malos ojos a los bien situados, ensalzan a los
canallas, detestan la tradición, anhelan lo novedoso, por odio a cómo
van sus cosas se inclinan por cambiarlo todo, se alimentan sin cuidado
de perturbaciones y revueltas, puesto que la pobreza se conserva
fácilmente, ya que nada se pierde. Pero la plebe urbana, ésta sí que
andaba de cabeza por muchas causas. En primer término, quienes en
cada lugar se señalaban por su infamia u oprobio, así como otros que
habían perdido sus patrimonios en la abyección, en fin, todos a los que
había expulsado de su patria una canallada o un crimen, éstos habían
confluido en Roma como en una cloaca. Luego, muchos que
recordaban la victoria de Sila, como veían que, de soldados rasos, unos
eran senadores, y otros tan ricos que vivían sus años alimentándose y
tratándose a cuerpo de rey, cada cual esperaba que, en caso de
ponerse en pie de guerra, la victoria le depararía cosas semejantes.
Todavía, los jóvenes que habían capeado su miseria en los campos con
el trabajo de sus manos, espoleados por la generosidad de particulares
y del Estado, habían preferido el ocio de la ciudad al trabajo ingrato.
Estos y todos los demás vivían en la calamidad pública. Por lo cual no
hay que extrañarse de que hombres sin oficio ni beneficio, de malos
hábitos y enormes pretensiones, no se hubiesen preocupado por la cosa
pública más que por sí mismos. Además, aquéllos cuyos padres habían
sido proscritos por la victoria de Sila, arrebatado los bienes o disminuido
los derechos civiles, esperaban con ánimo no muy diferente el resultado
de la guerra. Además, cuantos eran de otro partido distinto al del
senado preferían que hubiera follón en la nación a perder ellos su
influencia. Un mal que después de muchos años había retornado a la
ciudad.”
Deja una respuesta