Todos los días me siento frente al ordenador y me adentro en la rutina de las redes sociales, como un sonámbulo que vive en estado de duermevela. Soy un zombi, aunque en lugar de morder cuellos y saborear vísceras, me alimento de la negatividad y de los chascarrillos. Las mismas discusiones, los mismos personajes. Egos grandilocuentes, inseguros por naturaleza y llorones en busca de atención. La red viste a las personas, las acaricia con sus visajes y disfraces, que adheridos a una piel simbólica, conforman una imagen trastocada y difusa de la realidad. Una mentira, una ilusión. Ni en el vino subyace la verdad, in vino veritas, ni en Twitter estamos más cerca de conocer el corazón de la humanidad. Casi todo se reduce al juego de las apariencias, a salir con los morritos en las fotos o a presumir de compañía en las historias de Instagram. Mientras escribo estas líneas, sigo con la mirada fija en la pantalla. Revivo las mismas historias, en bucle eterno, de pesadilla, porque despierto pero no despierto. Sonámbulo sigo, sonámbulo seguiré.
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