Allá va la obrerita, alas batientes, trabajadora incansable, poliniza que poliniza. Se acerca a las flores y absorbe su dulce néctar, fruto de vida y alimento de dioses. Poquito a poco transporta la valiosa mercancía, llega a casa exhausta y se reúne con sus compañeras obreras. Los zánganos copulan; la abeja reina, pare que te pare. Mientras tanto, la obrerita construye panales, que como neuronas en sinapsis, conforman la colmena, un lugar en el que todos tienen su rol bien aprendido. La miel pegajosa unifica las conexiones neuronales, el pensamiento, lo que mueve el corazón y las acciones. A veces, todas las colmenas se ponen de acuerdo, sus consciencias fluyen en una misma dirección y siguen los dictados impuestos sin cuestionar las órdenes: lo llaman «mente colmena».

Bajo su dictadura, las palabras hieren como aguijones afilados. Su pérfido veneno es dorado como la miel, no distingue ni de colores ni de claroscuros, pero penetra hasta el fondo de las entrañas. «La verdad es nuestra, la discrepancia no existe». Vuela que te vuela, las hermosas abejas se topan con el enemigo, que osa cuestionar las leyes universales, «¡quién se atreviera!». Confusas y enfadadas, se menean alborozadas, planean iracundas, indignadas por el desagravio. Entonces, atisban el avispero en la rama del árbol. Sin pensarlo dos veces, lo azuzan con violencia desmedida, conducidas por la emoción, que no por el seso. Las avispas asiáticas zumban en el interior, preparan sus armas letales y salen como un ejército en desbandada. En pocos segundos, la víctima sucumbe al enjambre, que cae sobre él con la silbido de miles de alas. La colmena se vanagloria desde la lejanía, ya que ignora que las avispas, una vez azuzado el avispero, desdeñan a aliados y enemigos por igual. Cuando acaban con uno, se dan la vuelta y traicionan al otro. ¡Ay las abejitas, muere que te muere!