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Cementerio de elefantes

La edad, los achaques; cuerpo marchito, anochecer de la vida. Pasito a pasito, el anciano camina hacia su destino, el ocaso del sendero. Los años a sus espaldas pesan como losas de duro marfil. La trompa pinocho, rugosa cual corteza de árbol, se arrastra por el suelo, con la testa ligeramente cabizbaja pero orgullosa. Ya no es uno de los líderes de la manada, pero los elefantes, respetuosos con sus veteranos, le permiten gobernar el cementerio, que como el Viejo Continente, se cimenta sobre huesos apilados y cenizas de gloria. Allí descansan los restos de los que nadie quiere: los Pepiños, Estepons o Dolors, ejemplares que lo fueron todo en el pasado y que luego se encaminaron hacia su retiro dorado. Lo mismo hará Jorgito, que resurge como las ratas de las cloacas del interior profundo, y se prepara para su último periplo. Lo que le quede, le quedará mandando, aunque sea en un cementerio de elefantes.

11 M

Resulta paradójico que un día de desgracia colectiva comenzara como una jornada jovial de diversión frívola. Recuerdo aquél 11 de marzo como si fuera hoy. En mi cabeza se proyectan imágenes vívidas de lo acaecido, también de las horas posteriores: manifestaciones, incertidumbre y mentiras del Gobierno, que a pocos días de las elecciones generales, decidió tapar la verdad para evitar lo inevitable.

Hace quince años cogí un autobús junto a mis compañeros de clase. Como todos, ignoraba lo que pocas horas más tarde iba a ocurrir. Llegamos a la parada de madrugada, pues el colegio había organizado una escapada a Formigal. Alquilamos el equipo de esquí en Jaca y poco después empezamos a deslizarnos por pendientes nevadas, entre risas y cachondeo. Nos carcajeamos al ver caer a compañeros, que encajaban como podían aquellas pequeñas humillaciones. Yo mismo mordí la nieve: perdí el control y me precipité a toda velocidad, cuesta abajo. Los esquís salieron volando y quedé tendido en ese blanco traicionero. Rápido, avergonzado, traté de maquillar la situación, pero las voces de mis compañeros se acercaron y fueron testigos de la esperpéntica fotografía.

“Han explotado unas bombas en el metro de Madrid, dicen que ha sido ETA”, comentó una compañera alterada. Así nos enteramos de que algo terrible había sucedido en la capital. De pronto, las voces enmudecieron, se apagaron como velas en una ventisca. Las chanzas y el jolgorio habían llegado a su fin. “Ha sido ETA, ha sido ETA”, repetían desde Moncloa. Las imágenes de televisión nos devolvieron una estampa de terror. Amasijos de metal se entreveraban en nudos imposibles. Espasmos y gritos, confusión, solidaridad y muerte. 190 personas perdieron la vida en los atentados y más de 1000 resultaron heridas, física y psicológicamente. Las lesiones no se han cerrado y probablemente nunca lo hagan del todo. A esto contribuyó el ejecutivo de Aznar, que pensó en el poder antes que en los ciudadanos. “Con este gobierno vamos de culo”, gritaban los manifestantes, entre los que me encontraba.

El 11 de marzo de 2004 todos perdimos, de una u otra manera. Pero de la desgracia surgió una unidad que pocas veces se ha visto en un país tan invertebrado como España. La ciudadanía salió a la calle, unida por un mismo sentimiento, el del dolor. Quince años después, las cicatrices permanecen cinceladas en la piel. No debemos taparlas, busquemos en ellas el pasado y aprendamos de los errores. Hoy más que nunca, el recuerdo del 11 M debe estar presente.

Libertad, la que yo dicto

Suena el despertador, comienza la rutina: hago una visita al baño, desayuno, me doy un duchazo y visto mi mejor americana. Una vez preparado, cuando las agujas del reloj marcan las nueve en punto, dejo de leer las noticias y cojo el maletín de trabajo. Sin perder un segundo, pulso el botón del ascensor, impaciente. Lo oigo subir piso a piso, con parsimonia. Ting tong, las puertas se abren de par en par. Entonces bajo al garaje, donde me espera el coche oficial. Esta mañana no intercambio demasiadas palabras con José, el chófer que me asignaron al empezar la legislatura. Alguna frase cordial y un par de comentarios sobre los nubarrones, los que se perfilan en el cielo contaminado de Madrid y los que se ciernen sobre el Congreso de los Diputados. Se avecina una sesión crispada y de acusaciones cruzadas entre los distintos partidos políticos. Nada nuevo, el panem et circenses de la política, la lucha diaria por el control y por la hegemonía de las ideas.

Seis columnas de orden corintio adornan el antiguo convento del Espíritu Santo, reconvertido en el Palacio de las Cortes, una preciosa obra arquitectónica de estilo neoclásico. Dos leones fieros, estatuas inmortalizadas en piedra, custodian las puertas de “La casa de todos los españoles”, el hogar de la democracia, el lugar donde los representantes del pueblo hablan y deciden por todos sus ciudadanos. «Más palabrería que otra cosa», pienso yo, viejo veterano y conocedor de los vericuetos del poder.

Sostengo el discurso en las manos, aunque lo he memorizado al dedillo. Nada más entrar en el Congreso, caen las primeras gotas de lluvia, que se precipitan de manera violenta contra el techo del edificio. ¡Y cómo se escucha! Parecen piedras de duro granizo. La misma tormenta marrullera truena en el interior, con toda sus señorías graznando como cuervos iracundos bajo los relámpagos efectistas de la retótica de unos y de otros. La presidenta del Congreso trata, en vano, de levantarse sobre las voces estridentes que se culpan unas a otras de los males del reino. Mientras, yo, abogo por la libertad, y así se lo hago saber a mis rivales políticos. «¿Pero qué es la libertad?», nos preguntamos todos. «La libertad es todo lo que no choca con nuestra visión del mundo».

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