El pasado martes se perpetró otro repugnante atentado yihadista en suelo europeo. La alerta sobre posibles ataques terroristas llevaba activa desde los acontecimientos de París. Sin embargo, una vez más, las excepcionales medidas de seguridad han sido burladas por un atajo de ignorantes dispuestos a todo. Y es que cuando alguien está preparado para inmolarse y causar la mayor masacre posible, la seguridad total queda fuera de cualquier ecuación.
De la misma forma que ocurrió en París, las redes sociales han servido como transmisores de sentimientos de unos y otros: las fotos de perfil con los colores de las banderas de Francia y Bélgica se han propagado por Facebook y Twitter, así como los comentarios de repulsa. Por otra parte, hay otras personas que recuerdan que países como Siria, Turquía o Nigeria han sido blanco directo y constante de los islamistas radicales: ¿por qué da la impresión de que unas víctimas nos importan más que otras? —se preguntan las voces más críticas. Yo no soy psicólogo, pero creo que hay dos causas principales:
En primer lugar, la proximidad geográfica. No sentimos igual un atentado lejano porque lo vemos como algo inhóspito, que aparece en las noticias pero que de alguna manera lo percibimos como si de un mundo distinto se tratara. En cambio, las matanzas en Europa demuestran que el terror ya no está sólo en las páginas de los periódicos, sino casi en el umbral de nuestras casas.
Quizá más importante que la cercanía geográfica se deberían resaltar los lazos culturales. Estados Unidos está a muchos kilómetros de España, pero el atentado orquestado por Osama Bin Laden sobrecogió a toda la sociedad occidental. Por el contrario, los atentados de Casablanca en 2003 no suscitaron las mismas reacciones a pesar de la proximidad geográfica con Marruecos.
Parece claro que la pertenencia o no pertenencia al grupo incide de uno u otra manera en nuestra reacción ante las desgracias. El mundo occidental comparte unos valores comunes que nos identifican como miembros del mismo grupo. Por ello, un ataque a cualquiera de las mimbres que componen la entidad desencadena sentimientos similares en una misma comunidad cultural. Es una cualidad inherente al ser humano. Pura naturaleza.
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